Córdoba, 0; Real Murcia, 0.
Esto que se juega para ver quién
sube a Primera una vez que ha terminado la Liga sigue siendo fútbol, pero es
muchas otras cosas, además; es fútbol aderezado con una serie de ingredientes
extra que provienen de disciplinas muy diferentes. Es fútbol con una pizca de
partida de ajedrez contra la muerte, por ejemplo, y es fútbol con bastante de
equilibrismo al cruzar un río infestado de cocodrilos y anacondas, también, y
es fútbol con una miaja de a ver qué cable corto para desactivar la bomba que
está a punto de explotar. Es una variedad de fútbol mucho más atractiva para el
espectador neutral, que quiere drama, que quiere leones haciendo prácticas de
cirugía mayor con cristianos, o viceversa, qué más da mientras haya sangre y
muera alguien.
Lo que pasa es que cuando tú eres
parte implicada, cuando tú vas a ser león o cristiano, cuando estás allá arriba
en El Arcángel y sientes que no se cumplen los requisitos mínimos de presencia
de oxígeno en el estadio, este nuevo fútbol que nace en junio te trastorna. En este
nuevo fútbol se trata de sobrevivir, y eso es lo que conseguimos en Córdoba. Al
principio pareció que, además de sobrevivir, íbamos a clavarle cosas afiladas
al enemigo, y de hecho lanzamos un par de machetazos encendidos que no
aterrizaron en el objetivo de milagro. Sí bastaron para intimidar, sobre todo
en la primera parte, en la que esos cuatro puntos que les sacamos en la
clasificación a los de blanco y verde parecían significar mucho. Los
ensombrecimos por completo, sin demasiada claridad en ataque pero sí con
dominio, imponiendo el empaque de nuestro centro del campo y asfixiándolos con
una presión que más bien era escrache. Mandábamos nosotros.
En esa primera parte faltó muy poco
para golpear primero. Sin embargo, nos costó encontrar puntos débiles en los
últimos metros, porque ellos ponían siempre el escudo por delante, más
preocupados por no ser heridos que por herir. Había alguna otra cosa que
nos inquietaba: teníamos la sensación de que Kike se encontraba un poco
aislado, sin conexión fluida con sus compañeros, y fue entonces cuando algunos
nos descubrimos pensando en Malonga. No lo echábamos de menos exactamente, pero
sí pensábamos en él. Con Malonga y Kike sobre el campo, el Murcia firmó dos
meses atrás en este mismo escenario uno de los mejores partidos de la
temporada, a pesar del empate a uno, y los que estuvimos también entonces en
estas gradas teníamos tan fresco ese recuerdo que nos preguntábamos qué habría
pasado si hoy hubiéramos repetido aquella pareja. Nos lo cuestionábamos más desde
la curiosidad que desde la melancolía, porque éramos conscientes de que su
ausencia permitía reforzar la coraza del centro del campo, algo esencial en un
partido como éste, con tantos cocodrilos allá abajo.
Conocíamos los dos recursos a los
que ellos se aferraban: el balón parado y los pases en largo de Abel a las espaldas de los centrales, buscando sobre todo las diagonales de Pedro. En la
segunda parte esto último empezó a funcionar, y así, poco a poco, el campo
pareció estar cuesta arriba para nosotros y cuesta abajo para ellos. Con sus tarjetas amarillas, el árbitro había atado argollas con bolas a los pies de medio Murcia, y eso
unido al cansancio hizo que tras el descanso no les encimáramos con la misma
chispa. El escrache bajó a la categoría de molestia: retrocedimos. Entonces
ellos apartaron el escudo, y su espada empezó a ser una amenaza seria. En la
primera parte no había riesgos, no había peligros, sólo la oportunidad de
liquidar al enemigo. Ahora todo había cambiado; ahora sentíamos el vértigo, la
angustia de este nuevo fútbol que nace en junio y que en el último tramo de
partido nos llevó a activar lo más básico: el instinto de conservación. Había que
salir de allí sin daños, como fuera. Y costó, pero lo conseguimos.
Fue ese disparo al palo del Córdoba en el descuento lo que endulzó
el viaje de regreso. Cuando tenías la tentación de considerar peligrosísimo un
empate sin goles asomaba el recuerdo de ese remate a bocajarro, y entonces
veías el vaso medio lleno. Si el delantero del Córdoba hubiera apuntado un poco mejor, es
posible que los ocupantes del autobús 1 de aficionados murcianistas no hubieran reído como rieron con ‘Ocho
apellidos vascos’. Fue ésta la película por la que apostó para el primer tramo del viaje de vuelta el conductor, conservador en este apartado y también en su
predilección por las carreteras nacionales en detrimento de las autovías. La conclusión sobre la cinta española más taquillera de
la historia fue parecida a la que sacamos del partido del Murcia: bajón
importante en la segunda mitad. Es verdad que la película se llevó entre algunos de nosotros adjetivos mucho
más duros; mientras que la parte trasera del bus se entregó con devoción, por
mi zona, su depresión de chistes tras el comienzo fue definida como “insoportable”
e incluso como “dramática”. Honestamente, entendemos que Garci, por ejemplo, propone bastante más.
Mucho más acertado estuvo el chófer con el título que escogió para
el último tramo de viaje, desde Baza. ‘El discurso del rey’ aportó el sosiego
que el viaje necesitaba en la madrugada profunda. “Esas palabricas lentas y las
pausas tan largas entre los diálogos me han dado la vida”, escuché decir a un
pasajero, agradecido, cuando llegamos a Nueva Condomina hacia las 4:30 de la
mañana. Tras una jornada de trece horas de viaje y dos de sufrimiento agónico en la que pasamos más calor que en la comunión del Rey León, estábamos ya en casa. Y resoplábamos, y nos entregábamos a una resignación que intentaba ser sabia, porque al fin y al cabo habíamos conseguido el objetivo más importante de este fútbol que nace en junio, que es el mismo deporte que se juega el resto del año y es distinto a la vez: habíamos conseguido sobrevivir.
Real Murcia: Casto; Molinero, Mauro, Truyols, Álex Martínez; Dorca, Eddy, Toribio (Ivan Moreno, 76), Saúl Berjon, Wellington (Acciari, 88) y Kike García.
Luis María Valero @Mondo_Moyano torremendolliure@gmail.com
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