Desilusión


Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 0; Gimnàstic de Tarragona, 1

1. Pita el árbitro el final del partido y la desilusión nos sacude. Hay quien se queda pensando, mirando a la nada. O a todo. Mirando al verde, a las gradas, a los nuestros desolados y al rival celebrando, como todos los años en Nueva Condomina. Pero nosotros tres, los tres Oliva, desfilamos a buen ritmo casi desde un segundo antes de que pite el árbitro, sin decirnos nada, como si no hiciera falta. Bajamos la primera escalera y, de nuevo sin que hagan falta las palabras, nos dirigimos al baño. El abuelo va por delante, sorprendentemente a buen ritmo, camiseta gris y gorra, el rostro serio, manteniendo toda la emoción por dentro; detrás va Martín, equipación azul del Murcia de este año, que rompe a llorar poco antes de entrar al servicio. Lo alcanzo por detrás, lo agarro fuerte, lo abrazo sin mirarlo y aguanto las lágrimas con un apretón intraocular que en algún momento me dejará ciego. Le doy un beso en la coronilla, que ya casi está a la altura de mi boca. Y le digo algo que no recuerdo, antes de que entre a mear detrás de su abuelo. Apenas hay gente, quizá estén dentro, mirando a la nada, al verde, a las gradas, a los nuestros desolados y al rival celebrando. Yo no tengo ganas de mear y voy al lavabo para disimular con agua en la cara alguna lágrima que finalmente se ha escapado y, sobre todo, el tono rojizo de los ojos irritados. Este año el Murcia tampoco va a subir. 

2. Unos minutos antes, el hijo de Diego Domínguez, que creo que también se llama Diego Domínguez, llora inconsolablemente en la fila de delante, con ese sentimiento desbordado que en determinadas edades es imparable. Tiene un par de años más que Martín, quizá tres, y por eso ha vivido y recuerda más situaciones así. En este estadio la película nunca tiene un final feliz. No ha terminado el partido y el zagal, con su camiseta de Boateng, ya llora, roto por la desilusión. Todavía queda algún balón largo, alguna acción de Toral a la desesperada, algún centro que en otros lugares del mundo termina en gol, pero Diego padre y su hijo, mi padre y yo, y Martín y cualquiera que haya crecido aquí sabe que ese gol no llegará. Agarro por el hombro al chaval, al hijo de Diego, le digo ánimo, le digo algo más que no recuerdo. El partido termina. Ya no hay nada que hacer, tan sólo volver a empezar. Javier Tebas nos condenó, como Zeus a Sísifo, a empujar una piedra enorme cuesta arriba por la ladera empinada del fútbol de tercera, a llegar siempre vivos a primavera con la piedra a cuestas. Pero antes de alcanzar la cima de la colina la piedra siempre rueda hacia abajo, y el Real Sísifo Murcia tiene que empezar de nuevo desde el principio, una y otra vez. Pita el árbitro y ya no hay nada que hacer. Tan sólo volver a empezar en julio, con esa piedra enorme que ahora, liberados de la deuda, parece pesar un poco menos. Ahora sabemos que podemos seguir intentándolo, aunque sea una y otra vez. Jamás he visto a Diego ni a su hijo fuera del estadio, nunca. Es un vínculo puro de fútbol de antes, de cuando el fútbol era más fácil: ir al estadio a animar a tu equipo. Quizá el fútbol –nuestro fútbol– no consista en ganarle al Nàstic, sino en saber que a finales de agosto volveremos a encontrarnos los tres Oliva con Diego y su hijo, y así todo el entramado de la grada. Todos juntos para volver a intentarlo. Sólo eso.

3. Dejamos a mi padre cerca de su casa, en la esquina de Correos con Simón García, y en un semáforo veo que he recibido un audio de José Antonio Currás, el Pimentonero de Orense, que ha venido a la semifinal. No hemos podido vernos en el bullicio del día y ya no nos veremos en la final. Durante toda la temporada me intercambio estos mensajes de audio con José Antonio, nos animamos cuando parece que este año será el año, nos animamos más cuando sufrimos algún revés. Hace 25 años que nos conocemos, 25 años maravillado por esa manera de vivir el murcianismo a 800 kilómetros siendo gallego de pura cepa. Pienso que ya lo escucharé mañana. Pero de pronto, en otro semáforo, ya casi tomando Ronda Sur camino de la playa, lo pongo con el altavoz del coche para compartirlo con Martín. Pienso que quiero escuchar a José Antonio pero sobre todo quiero que Martín lo escuche, porque estoy seguro de que le vendrá bien, casi a las 12 de la noche, tras la desilusión. “Yo este año tenía muchísima ilusión en ascender”, dice con su acento orensano y la voz entrecortada por la emoción. “No me da vergüenza decir que a pesar de mis 65 años he vuelto a llorar”, escucha Martín a José Antonio, y el silencio en el coche es casi sagrado durante los silencios de mi amigo gallego, que en un par de minutos me cuenta la pena por el contraste entre lo vivido antes del partido, algo que jamás había visto, y lo sucedido en el césped. “Lo intentaremos la próxima temporada con más ilusión si cabe que nunca”. Termina el mensaje y es entonces cuando flaqueo, deseando que el partido termine por fin, que Martín se duerma, que la carretera vacía avance en la noche y ya sea mañana. Pero no se duerme, y cuando recupero la voz le intento explicar que no es sólo José Antonio: nadie había vivido algo así, un ambiente tan entusiasta, ni siquiera con el Murcia en Primera, que lo importante es seguir adelante y que algún día se acordará de la eliminatoria del Nàstic y de todo esto con una especie de alegría, cuando viva los mejores años del Murcia. Pero no parece muy convencido. Y en las primeras curvas del puerto de La Cadena asumo que ya es inevitable: que va a sufrir por el fútbol, o más bien que va a sufrir porque el fútbol ha dejado de ser fútbol y ha pasado a ser una de esas cosas por las que sufrimos de verdad. Al terminar el puerto, mientras en la radio siguen hablando de ese fútbol por el que nadie sufre, tengo la sensación de que Martín por fin se ha dormido. 

4. Llegamos al Estadio casi tres horas antes, porque el murcianismo ha crecido tanto que ha dejado pequeño todo lo demás, y en este momento ver un partido importante del Murcia en tercera, mientras nadie lo arregle, supone unas seis horas de vida en total. Martín se va con su amigo Rodrigo al recibimiento al autobús del Murcia y yo acompaño a mi padre en el centro comercial: hace demasiado calor. Mientras nos tomamos una cerveza en Vips, observamos que el lugar está lleno de aficionados del Nàstic. Qué bonito es el fútbol en son de paz. Familias completas viajando con una ilusión tremenda tras perderla hace un año por unos segundos. Parejas jóvenes, parejas mayores. Hay hasta un bebé, y un niño de unos 2 años, y los pequeños Norah y Biel, que tendrán un par de años menos que Martín, paseando con su camiseta orgullosos. Biel lleva el número 10. Pienso, mientras termino la cerveza, que en unas horas o Biel o Martín estarán llorando. Más tarde, durante el partido, el Nàstic mostrará una cara ejemplar y noble para lo que es el fútbol actual. Ni juego sucio, ni casi pérdidas de tiempo, ni toda esa mierda que tanto deshonra este juego. Más tarde, cuando el árbitro pite el final y los tres Oliva ya hayamos desfilado, el equipo catalán y su afición celebrarán con respeto. Los hinchas del Nàstic cantarán ‘Murcia, Murcia’ y los que se han quedado del Murcia, esos que siguen dentro del estadio mirando a la nada, aplaudirán a los jugadores del Nàstic cuando se marchen al vestuario. No tendría que ser tan difícil hacer del fútbol un lugar civilizado, ahora que el mundo parece haberse vuelto loco. 

5. Martín y Rodrigo regresan del recibimiento al equipo entusiasmados. Me lo cuentan, han grabado vídeos, ven todo lo que se publica por redes con una expectación preciosa. La semana ha sido perfecta, como tiene que ser una semana de playoff, de ilusión pura. El murcianismo se ha movido tanto, la locura ha sido tan absoluta, que en ese momento de la tarde, hora y poco antes del partido, hemos llegado a olvidar que lo normal sería perder 0-1 con un gol en la segunda parte, que el equipo no ha sido fiable durante los 90 minutos en los últimos meses y que la eliminatoria la tuvimos y la perdimos en Tarragona. Pero la fiebre murcianista en 2025 no entiende de razón, ni de fútbol. El recibimiento al autobús del equipo, el ambiente de los aledaños, es algo que, como dice José Antonio, no se había vivido. Nadie lo había vivido. El estadio está a reventar en una semifinal en tercera, sin regalar ni una entrada, más que con el Madrid en Primera. En estos años fuera del fútbol profesional todo se ha multiplicado. El de la camiseta del Murcia, de repente, ha dejado de ser el raro en el instituto. En todas partes encuentro a alguien que me habla del Murcia, de nuestro Murcia. Ese contraste, sin embargo, es lo que más tarde hará más dolorosa la derrota. Es el peaje de la ilusión, de la pasión. Camino del estadio se palpa ese entusiasmo y, de alguna manera, ya ese dolor. Camino del estadio, entre miles de camisas granas eufóricas, piensas que algo ha cambiado ya, aunque esto vuelva a ser otro batacazo. Que ellos llorarán pero ya no dejarán de ser del Murcia. Que no sé cómo ni cuándo ni por qué cojones han aprendido que este amor merecerá la pena. 

6. El día después el cielo está cubierto por unas nubes extrañas, con un tono rojizo, como si también tuvieran los ojos irritados. Hay quien insiste en que Dios es murcianista, pero qué bien lo disimula el tío en ese caso. He dormido muy poco y mal, dándole vueltas a todo, en ese estado de sudor frío que se queda cuando la preocupación deja de preocupar y se convierte en hecho inevitable. Decido salir a correr, que siempre ayuda, aunque sólo sea para llorar un buen rato sin tener que dar explicaciones. Pero la mañana está compungida, con el fresco perfecto para sólo pasear. Antes de ponerme la música, vuelvo a escuchar el audio del Pimentonero de Orense, esos dos minutos de tristeza concentrada que terminan invitando a la esperanza. La ilusión nadie se la va a quitar, dice. “Me voy haciendo cada vez mayor, no sé si me quedará tiempo para ver al Murcia en Primera, pero confío en que sí”. El tiempo siempre jugando en contra, ese gol que no llega incluso cuando el partido termina. El miedo a que el árbitro pite el final. Pienso en mi padre, en mi hijo, en la desilusión con la que hoy despierta tanta gente a la que quiero. En si los años se pierden, se ganan o simplemente se empatan. El puto Murcia, el puto Sísifo. Albert Camus cree que Sísifo representa el absurdo de la vida humana, pero que debemos imaginarlo feliz. “La lucha de sí mismo hacia las alturas es suficiente para llenar el corazón del hombre”, dice. El puto Camus, como si estuviera hablando de nuestro Real Sísifo Murcia. Lo importante es esa lucha hacia las alturas, pienso, cuando parece que el sol quiere salir por fin. Que jamás dejemos de intentarlo. Sigue siendo muy temprano y un ligero viento empieza a moverse. Entonces me paro un momento, con el mar a mi espalda, y tengo una sensación extraña, casi física, como si recibiera un abrazo. Un abrazo que de repente concentra toda la ilusión del mundo.

Real Murcia: Gazzaniga, David Vicente, Saveljich, Alberto González, Kadete; Pedro Benito (Cadorini, 80'), Yriarte (Juan Carlos Real, 80'), Moha (Isi Gómez, 70'), Loren Burón (Toral, 65'); Raúl Alcaina (Carlos Rojas, 70') y David Flakus.

Un gol de Carlos Rojas


Oliva B (@beandtuit)
Betis Deportivo, 1; Real Murcia, 2

Goles que sobreviven. En la escala categórica de los goles, por encima de los golazos, de los preciosos, de los antológicos, e incluso de los que valen títulos, ascensos o permanencias, algo más arriba, en la cúspide, están los que sobreviven. Carlos Rojas hizo uno de esos el otro día. El tío encima metió dos, para mantener al Murcia en la pelea por el ascenso directo, pero me da que al final sólo será uno, el primero, claro, el que sobreviva. En 15 años, en 25, en 40 años, todo lo demás habrá sido sepultado por cientos de goles, por partidos de todo tipo, dentro y fuera del campo. Las cosas esenciales, las cosas que hoy creemos esenciales, terminan borrándose. 15, 25, 40 años, qué rápido pasan. Pronto alguien dudará de si el golazo fue el primero o el segundo; luego, en alguna previa, con un par de cañas, se discutirá si el partido terminó 0-1 o tal vez fue un empate; más tarde, mucho más tarde, aunque ahora nos parezca increíble, alguien preguntará si aquel Murcia al final ascendió. El olvido y el recuerdo no operan como un cirujano, sino que tienen sus propias leyes, de las que empezamos a saber algo cuando ya es demasiado tarde. La rueda del fútbol y de la vida no dejará de girar e irá poniendo todo en su sitio, las cosas que hoy creemos esenciales y las que no lo son, todo lo que se queda por el camino y lo poco que sobrevive. El tiempo va borrando con zarpazos inesperados, e incluso un relato tan impecable como el partido del otro día, una historia tan redonda, irá desapareciendo poco a poco de nuestra memoria, casi sin darnos cuenta. Pero hay un gol de Carlos Rojas, bajo ese último brillo de la luz de las tardes de abril que en Sevilla se alarga más allá de las nueve, que sobrevivirá.

La trama. De vez en cuando, entre cientos de historias grises con el argumento de siempre, el fútbol escribe guiones perfectos. Sevilla en primavera. Un centenar de murcianistas arrinconados en el coqueto estadio de la Ciudad Deportiva Luis del Sol. Al fondo, se alza, majestuoso, el Benito Villamarín, un poco como si el horizonte fuera el futuro. Da lluvia, pero no llueve. El césped espléndido. El equipo llega bien de resultados, cerca del líder. La ilusión inicial, rápidamente frenada: los zagales del Betis son muy buenos. El dominio casi absoluto del rival, que llega fácil. Cómo juegan, los zagales. Tienen una: Gazzaniga. Tienen otra, y otra. Gazzaniga siempre, que empieza a parecer protagonista, salvador y héroe. El 0-0 como objetivo en el descanso, en uno de los peores partidos de la temporada, si no el peor. Y mediada la segunda parte, el villano (Pablo García Fernández, 18 años, el mejor futbolista de la categoría) consigue batir a nuestro salvador con un espléndido lanzamiento de falta a la escuadra. De pronto, el típico gol que encajas fuera de casa, la típica derrota de siempre, en el peor partido del año. ¿Cuántas veces hemos visto esa película? Unos cien murcianistas arrinconados y ahora también apesadumbrados, que lo ven imposible. No es sólo cuestión de fútbol, también es de historia. El adiós al primer puesto, quién sabe si el adiós al ascenso. Queda un cuarto de hora, el desenlace parece decidido. Estamos acorralados por los malos, sin víveres, malheridos y el agua se está acabando. Apenas hay esperanza, ni en la grada ni el campo. Pero hay un cambio en el Real Murcia.  

El héroe imprevisto. Va a salir el jugador más criticado por la afición murcianista. De largo. El hombre llamado a salvar nuestra Galaxia es un tipo cedido que las pocas veces que juega en su estadio es recibido con pitos, o entre el pito y la mofa, más bien; como si fuera el hazmerreír de la grada, el personaje que en la película llevaría gafas y tropezaría constantemente. El futbolista que siempre lo intenta, pero que en dos temporadas apenas ha podido finalizar una jugada. Justo cuando el año pasado apuntaba algo de un talento sobresaliente para esta categoría, se lesionó. Esta temporada, en una posición sobrecargada de futbolistas, apenas ha jugado. Cero goles y quizá uno o dos pases de gol es el balance de sus dos temporadas, los números del héroe. Pero a veces el fútbol escribe guiones perfectos. Y es aquí donde aparece el otro personaje clave del partido: el míster, Fran Fernández, que decide sacar a Rojas. En contra de la opinión popular, ha ido descartando al más prometedor canterano de la tierra en beneficio del cedido mestizo. El míster, un tipo también discutido casi desde el primer momento, de perfil bajo; uno de esos entrenadores que ahora no se llevan: le quedan mal las americanas y en las ruedas de prensa prefiere un tono humilde. En ‘El bueno, el feo y el malo’, el míster estaría entre el feo y el malo, aunque su aspecto sea más de secundario de spaguetti western que tira un plato de judías por descuido y muere pronto. Un tipo ya sentenciado por los sabios condomineros: cualquier éxito será “a pesar” de Fran. Pero entre las dudas y las críticas, e incluso con algún ultimátum de los que mandan, Fernández ha mantenido al equipo en playoff toda la temporada. Y ahora, cuando sólo queda un cuarto de hora y el desenlace parece decidido, el míster llama a Rojas.

El mejor secundario. En la primera escena de la película ‘Platoon’ (Oliver Stone, 1986), vemos cómo un pelotón de jovencísimos norteamericanos aterriza por primera vez en Vietnam para matar o morir, o tal vez las dos cosas. Al llegar, entre el ruido ensordecedor de las hélices y el polvo irrespirable que se agita, los chavales ven cómo se apilan los cadáveres de los que ya no regresarán y, a continuación, se cruzan con los afortunados que por fin vuelven a casa. Sólo tienen un año más que ellos, pero aparentan haber vivido más de una vida en el infierno. Es justo en ese momento cuando el personaje que interpreta a Charlie Sheen cruza una mirada sobrecogedora con Ian Forns, el lateral izquierdo del Murcia, que acababa de terminar el partido contra el Betis Deportivo. Qué partido te tocó, Ian, qué batalla. Más de hora y media cara a cara contra el villano perfecto, Pablo García, el mejor futbolista de la categoría, que intentó de todo y le salió casi todo, pidiéndola, rompiendo por dentro sin parar, con la portería siempre en mente. Pero Forns aguantó bien el duelo. Sólo salió herido en un estratosférico sombrero que se inventó García mediada la segunda parte, en la falta que terminó poniendo en la escuadra el propio villano. Después, medio muerto, aguantó cada envite que siguió proponiendo el bético, en un combate maravilloso hasta el último minuto del descuento. Ian Forns llegó a Sevilla siendo un crío, un prometedor canterano del Espanyol, y se fue de allí convertido en un futbolista adulto, completamente exhausto, con esa cara de espanto del que mira a Charlie Sheen, atravesado por la Guerra del Vietnam. Horrorizado, pero vivo.

El gol de Rojas. “La va a hacer”, se escucha en la grada murcianista cuando recibe Carlos Rojas de espaldas, dentro del área, el primer balón que toca, su primer minuto en el campo. En realidad, Rojas siempre hace bien la primera, o casi siempre; de la primera suele salir vivo. Y la hace, claro. Cuando recibe a un segundo defensor es cuando suelen empezar los problemas, pero esta vez la vuelve a hacer, con esa pausa que tan bien domina, o ese amago de pausa, del que vuelve a salir vivo, alejándose del área, hacia la frontal. Entonces pasó lo que nunca pasa. Quizá aquello por lo que empezamos a ir al fútbol y seguimos yendo una y otra vez: por poder vivir lo que nunca pasa. Estar allí, por si pasa. Por vivir ese pequeño milagro, aunque sepamos que, como en la vida, lo normal es que pasen las cosas que suelen pasar: el despertador de los lunes, el autobús abarrotado, los goles del día a día a los que no puede llegar ningún Gazzaniga y que el disparo de Rojas se vaya a las nubes. Pero, esta vez, pasó. En el momento justo, en la frontal, Carlos Rojas, el zapatazo perfecto al otro palo. Y ese júbilo especial de cada gol fuera de casa, esos ojos desorbitados, esa emoción única, multiplicada por lo inesperado. Más tarde, hubo tiempo para todo, para un montón de cosas que seguramente olvidaremos. Un tiro al palo suyo por el que pudimos perder, otro gol de Rojas en el 89 para mantener al Murcia en la pelea por el ascenso directo, un último asalto de Forns en su Vietnam particular. Pero me da la sensación de que todo eso se irá borrando poco a poco, sepultado por esos zarpazos del tiempo que conseguirán que hasta un relato tan impecable como el partido del otro día vaya desapareciendo poco a poco de nuestra memoria, casi sin darnos cuenta. Me da la sensación de que sólo sobrevivirá un gol de Carlos Rojas y el abrazo que nos dimos bajo ese último brillo de la luz de las tardes de abril que, en Sevilla, se alarga más allá de las nueve.

Real Murcia: Gazzaniga; David Vicente, Alberto González, Saveljich, Ian Forns; Yriarte (Moha Moukhliss, 55'), Isi Gómez (Loren Burón, 75'); Pedro Benito (Carlos Rojas, 75'), Pedro León (Juan Carlos Real, 55'), Davo (Alcaina, 68'); y Flakus Bosilj.

Goles: Dos de Carlos Rojas.

Atrapados en el estadio Enrique Roca de Murcia


Un equipo filial se ríe del murcianismo, en una imagen de archivo


Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 0; UD Ibiza, 2

La tarde del pasado 2 de febrero, justo al asomar la cabeza el fantasma de las tardes de domingo en las que tu equipo ha perdido 0-1 el sábado, conseguí convencer a la familia para ver ‘Atrapado en el tiempo’. Era el día perfecto, 2 de febrero, el Día de la Marmota, pero el día era sobre todo una excusa perfecta para volver a verla, muchos años después de haberla visto muchas veces, y sobre todo para verla por primera vez junto a Martín, en ese bonito volver a vivirlo todo que de alguna manera significa ser padre. Así que con sofá, manta y muchas ganas de olvidar la actualidad futbolera, nos sentamos los tres a ver cómo Phil Connors se despierta una y otra vez en el día 2 de febrero, atrapado en el tiempo y también en el espacio, en Punxstawnwey, el pequeño pueblo de Pennsylvania en el que una marmota pronostica ese día año tras año si el invierno se alargará seis semanas más. Martín la disfrutó, y con la suerte de que aún mira al mundo sin las complicaciones de los adultos, pero a mí volvió a fascinarme, a conmoverme, sobre todo porque, siendo una espléndida comedia que nos plantea dudas existenciales, es además, como todas las grandes películas, una historia de amor. Un amor (casi, casi) imposible, por absolutamente desequilibrado, porque sólo puede avanzar en el tiempo por una de las partes; una historia de amor condenada a no tener historia. La auténtica desgracia para Phil/Bill Murray no es despertar siempre en el mismo día, sino que el resto despierta en un nuevo día, ajenos a su fatalidad, incluida Rita –es imposible no enamorarse desde el primer día de ese aire sencillo y a la vez mágico de Andie McDowell. Lo peor, al final, no es estar atrapado, sino vivirlo solo e incomprendido. La película se convirtió de inmediato en un clásico, acaso porque, como McDowell, es sencilla y mágica a la vez, y ha dado origen a un montón de versiones, de estudios y publicaciones, además de motivar profundas interpretaciones filosóficas, psicológicas o religiosas. Todo eso detrás de la historia de un imbécil que sólo al quedar atrapado aprende a convivir. Un cretino que consigue sacar la mejor versión de sí mismo sólo cuando se olvida de escapar. Una historia capaz de conseguir que pase de largo el fantasma de las tardes de domingo que asoma la cabeza cuando tu equipo pierde 0-1 el sábado.

El 0-1 de aquel sábado fue contra el Alcoyano, en una derrota en casa que ya fue bastante interpretada en clave marmota: era una derrota que ya habíamos vivido una y otra vez. Vamos al estadio con la ilusión de recortar la distancia al líder, tras dos partidos casi perfectos y, después de un encuentro trabado y gris en el que nos cuesta un mundo llegar, el rival termina por celebrar un gol bien entrada la segunda parte. 0-1. ¿Cuántos días hemos vivido así? Dos semanas más tarde, el Murcia recibía en casa al filial del Sevilla, tras un espléndido partido en Marbella, y con la inmejorable opción de ponernos líderes en solitario a falta de 14 partidos. Pero por la mañana, en el despertador de casi todo murcianista de cierta edad, lo que sonó fue la sintonía de Sonny y Cher que atormentaba a Bill Murray en ‘Atrapado en el tiempo’. Hemos vivido ese día una y otra vez. El buen ambiente en las gradas, el liderato a tiro. Un filial perro (el más perro de largo, el Getafe de los filiales), una ocasión tuya que no entra, una suya que sí, una tuya al palo, otra suya dentro, un partido sin juego, la ira, la depresión, la aceptación: no vamos a poder salir nunca de este maldito día. ¿Pero es algo que sólo ocurre en los días de partido? Justo un día antes de perder contra el Alcoyano, el último día de enero, cuando el club anunció la salida de José Ángel Carrillo en el mercado de invierno, el murcianismo tuvo una sensación rara, como que ya habíamos pasado por ese lugar: le dábamos la baja a golpe de talonario al jugador que habíamos fichado un año y medio antes a golpe de talonario. Al futbolista murciano y murcianista que viene consolidado de Segunda y que (por algún motivo que se repite en el tiempo pero que somos incapaces de llegar a explicar) se la pega en el Murcia. Y justo ese lunes, un día después del de la marmota, el club comunicaba la salida de Pablo Larrea, a pesar de haber sido titular destacado 15 días antes. Como en el caso de Carrillo, sin haber alcanzado un acuerdo, despidiendo a golpe de talonario, como en aquellos años de bonanza económica que ya sabemos adónde nos llevaron. El Murcia rico ha vuelto, pero no tiemblan los rivales, ojo: temblamos nosotros. El Murcia que ficha y despide, y vuelve a fichar y a despedir; el que ficha en julio y descarta en agosto; el que descarta en junio para repescar pagando el triple en enero. Lo malo no es sólo sentir que ya has vivido esas derrotas en casa, sino sentir que ya has vivido una y otra vez los errores que comete tu equipo incluso cuando no juega.

El Murcia líder recibía en casa al aspirante Ibiza, ya a principios de marzo, encarando el último tercio liguero con la mejor pinta posible tras volver a golear fuera de casa. Pero hay algo, algo que se siente, algo inevitable, algo que parece un pálpito pero lo vivimos como si fuera un hecho que nos dice que no, que no se gana. Esa sintonía que se repite en nuestra cabeza en este tipo de partidos al amanecer, esa que todos escuchamos, como Phil Connors; la sensación de que estamos atrapados en la misma derrota en Nueva Condomina y no vamos a poder salir nunca. Incluso el más optimista ya lo ha aceptado, aunque se empeñe en negarlo, aunque se ilusione por el camino pensando que ya hemos dejado atrás el maleficio y nos iremos con 2-0 al descanso. No, no. Todos sabíamos lo que iba a pasar, sólo nos faltaba saber cómo iba a ser esta vez (compitiendo bien, saliendo a por el partido, sin nada que reprochar al míster). Pero esa da igual. Cada derrota es distinta y a la vez es la misma. Y al abandonar el estadio, con Martín destrozado y mi padre furioso, y viceversa, me pareció 2 de febrero, aunque ya fuera 2 de marzo y el invierno aquí no es que se alargue, es que lleva un par de años sin venir. Pero era otro día de la marmota, había vuelto a suceder. Entonces, al regresar a la película para intentar comprender algo, pensé que tal vez no sea el Murcia el que vive el mismo día, sino el murcianismo. Ponemos el foco en el equipo, en la pesadilla que vive cíclicamente en casa. Pero el equipo es nuevo, los jugadores siempre son nuevos, los entrenadores apenas llegan a una temporada y los futbolistas, con suerte, a dos. Para ellos es un nuevo día, ellos no se despiertan en el mismo día. No lo sabían contra el Alcoyano, ni contra el puto filial; no sospechaban que volvería a pasar contra el Ibiza. El que vive el mismo día una y otra vez es el club, los hinchas, nosotros, el entorno, el murcianismo. La pesadilla es nuestra, de los que siempre estamos, de los que cuando abrimos un ojo el día de partido sentimos ese presagio. Somos nosotros los que caemos una y otra vez. Un club antipático, en la expresión que utiliza tan certeramente mi amigo Gavin Pearce: un equipo que hace mal las cosas, que casi siempre queda mal con ex jugadores, sin clase en el trato, acostumbrado a hacer las cosas mal y además con cierta arrogancia, que jamás tuvo cierta continuidad para forjar leyendas, más acostumbrado al despido, al juicio o al impago que al cariño o la empatía. Un club cretino que parece empeñado en cometer los mismos errores una y otra vez. Y así lo vivimos nosotros, enrabietados, proclives al insulto y al desprecio, sin saber bien qué pasa ni cómo salir, desesperados por vivir el mismo día. En el puñetero estadio con el nombre más apático y sin identidad de la historia del fútbol. Condenados, tal vez, para siempre. Un experto calculó que Phil Connors pasó exactamente 33 años y 350 días despertando el mismo día, pero es posible que nosotros llevemos alguno más. Al salir del estadio, regresé a la película para intentar comprender algo y, de pronto, vi a mi alrededor a miles de Bill Murrays desfilando, gruñendo en silencio. No por una derrota, sino por estar atrapados. El Murcia, en cambio, volverá a saltar al terreno de juego dentro de unos días con la ilusión de que se puede ganar en casa. El Murcia, tal vez, es más bien Andie McDowell en todo esto, con ese aire sencillo y a la vez mágico del escudo, ese del que nos enamoramos el primer día y al que jamás dejaremos de querer, por mucho que pierda en casa una y otra vez. No olvidemos que esta, como todas las grandes películas, es sobre todo una historia de amor.


Real Murcia: Gazzaniga; Jorge Mier (David Vicente, 78′), Saveljich, Alberto González, Forns; Palmberg, Isi Gómez (Boateng, 63′); Pedro Benito (Pedro León, 58′), Juan Carlos Real (Toral, 63′), Davo (Alcaina, 58′); y Bosilj.

Qué bonito es


Oliva B (@beandtuit)
Antequera CF, 2 ; Real Murcia, 1

Qué bonito es cuando salgo de casa para ir al estadio a animar a mi equipo y qué bonito es recibir un whatsapp con un audio de Chema Pujante cantando esa canción, ilusionado, antes de ir a ver al Murcia. Qué bonito es recibir, en general, un whatsapp de la lista de difusión de Chema Pujante. Si no conoces a Chema, lo más gráfico que puedo decirte es que si Ted Lasso entrenara al Murcia, Chema Pujante sería su mayor aliado en el entorno del club, su colega más fiel en Nelson Road o en la barra del pub donde se las toma -y qué bien se las toman- con Coach Beard. Si no conoces a Chema ni a Ted Lasso, me va a costar explicarlo. Pero lo voy a intentar. Chema Pujante es alegría inquebrantable, a prueba de descensos administrativos, es optimismo frente a toda adversidad, es no perder la sonrisa ni ante la peor de las hostias, es agradecimiento al Murcia y a la vida, a este ratico que pasamos por aquí y que algunos se empeñan, por alguna extraña razón, en vivirlo amargados. Chema sería uno más, uno de los buenos, en ese maravilloso universo del AFC Richmond que Ted Lasso humaniza capítulo tras capítulo. Conozco a Chema desde hace muchos años, es un tipo de mi quinta, del Murcia de siempre, de aquellos años en las que quizá éramos muchos, pero íbamos pocos. Chema es ejemplo de buen murcianismo heredado, que sigue transmitiendo. Y de un murcianismo muy lassiano, basado en la bondad y en la esperanza, en vivir intensamente cada pequeño detalle del Murcia, o en darle un sentido murcianista a cada pequeño detalle de la vida; en compartir todo lo bueno que nos pasa, que es mucho, y también todo lo malo, que también es mucho, en el caso del murcianismo, pero que cuando se lleva entre todos siempre es algo mejor. Chema siempre ha sido así desde que lo recuerdo, pero ahora encauza su pasión murcianista a través de esa lista de difusión de WhatsApp para sus amigos, entre los que tengo la fortuna de encontrarme. En este mundo de locura informativa, de saturación de opiniones, de estupideces varias, de mentiras y chismes y relatos que te invaden desde primera hora si te descuidas un poco, he terminado por apartarme de la actualidad, por intentar mantener la distancia con lo inmediato. Con dos o tres cuentas de tuiter serias y la listica de whatsapp de Chema me mantengo informado del Murcia, y justo con el tono que prefiero. Qué bonito es tener gente así cerca, que sean ellos los que te cuenten las cosas. Vemos con espanto que hay gente que viaja con su equipo para pegarse con otros, pero en cambio hemos normalizado que el fútbol se haya convertido en un lugar para menospreciar a los rivales y a los tuyos, para ridiculizar, para insultar. Si se falta al respeto a Morata, uno de los 50 mejores delanteros del mundo en este siglo, qué no se dirá del extremo del Manchego o de cualquier chaval que salta a un campo y tiene la desgracia de perder un partido. Cuánto se habla de salud mental y qué poco de tratar mejor a las personas en el día a día. Qué suerte que en estos tiempos aparezca Ted Lasso para engrandecer la inocencia y el buen trato. Qué suerte tener cerca gente que elige creer, que sabe aceptar la adversidad como parte fundamental de la vida. Y qué absurdo es andar jodiendo este ratico que pasamos por aquí. “Football is life!”, grita Danny Rojas al vestuario del Richmond para recordárselo. Lo mismo que nos recuerda todas las semanas, con otras palabras, mi amigo Chema Pujante. Qué bonito es.

El Murcia tenía en Antequera una espléndida oportunidad de colocarse arriba, pero en apenas unos minutos se le escaparon casi todas sus opciones. Después de cuatro años y unos 27.000 fichajes, el Murcia sigue dependiendo de un tipo humilde que en marzo cumple 32 años, un asturiano que nunca ha jugado en Segunda y que aterrizó aquí en cuarta categoría para hacerse imprescindible. Sin Alberto González Marín en el campo el Murcia es peor equipo y todos sus jugadores son un poco peores, y eso es lo que más debería preocupar a los que volverán a fichar a 27.000 jugadores de aquí al verano. Pero ese detalle, o que el Murcia se rehiciera tras el segundo gol y no estuviera tan lejos de empatar, pasó a ser lo de menos tras la derrota. Cuando se pierde no hay matices, y el que no califique la cosa de desastre es sospechoso de ser un blando. El Murcia había perdido, el liderato se alejaba y a partir de ahí todo análisis tiende a ser sustituido por el menosprecio o el insulto, por la crítica cruel, sin contemplaciones. ¿En qué momento se asoció con la inteligencia el ser un poco hijo de puta y el ser un poco bobo con la bondad? No sé. Pero puede que sea justo al revés. Acabó el partido en Antequera y, en ese clima nervioso y crispado, recibí el whatsapp de Chema Pujante, al poco de terminar: «El Murcia termina la jornada SEGUNDO (asciende un puesto), a 6 puntos del Líder y con 3 puntos de margen sobre el sexto clasificado». Un domingo frío de mitad de cuesta de enero, con todo el trimestre más triste por delante y después de un revés así, el tío lo había vuelto a hacer. Frente al derrotismo, tranquilidad y fe. Fue justo entonces, mientras ya le hacía la merienda a Martín, cuando recordé a Ted Lasso. Cuando llegué a ver a Chema compartiendo una pinta con Ted y Beard; cuando lo vi en ese vestuario, sonriéndole incluso a Roy Kent. Siempre con el que elige creer, con el que acepta así la adversidad. Qué bonito es tener gente así cerca, celebrar como sea este ratico que pasamos por aquí, pensé releyendo el whatsapp de Chema. Y desde la cocina escuché a Martín riéndose con su abuela, a la que le estaba enseñando una canción después de haber visto el partido, para cantarla a dos voces. “Cuando salgo de casaaaaa...”, cantaban los dos, en pleno cachondeo. “A animar a mi equipooooooo”. Qué bonito es. Vaya si es bonito. 

Real Murcia: Gazzaniga; Mier (David Vicente, 45'), Saveljich, Jaso, Cadete; Yriarte (Palmberg, 75'), Moha Moukhliss, 
Rojas (Toral, 45'), Juan Carlos Real, Loren Burón (Pedro León, 56'); y Alcaina (Pedro Benito, 56').
Gol: bonito fue.

Árbol de Navidad


Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 1; Intercity, 1

Si lo miras sin detenerte demasiado, y a cierta distancia, parece un árbol de Navidad. Pero si te acercas y te fijas un poco, verás que en realidad sólo es un soporte metálico formado por cuatro patas y un tronco del que cuelgan cientos de ramas de plástico. El soporte sirve de base estable para el tronco, que tiene distribuidos verticalmente una serie de huecos en círculo de colores diferentes, lo que facilita el montaje. De cada uno de estos huecos cuelgan seis varillas que, conforme se acercan a la parte más alta del árbol, disminuyen su tamaño, de modo que el conjunto final parezca, en efecto, un árbol de Navidad. Además, de cada varilla quedan enganchadas 10 o 12 ramas de PVC, que se despliegan con un mecanismo de apertura en paragua, para crear un bloque final de unas 300 ramas, que se corona por una copa formada por otra veintena de ramas de ese PVC verde y una estrella de plástico arriba. Lo decoran medio centenar de bolas, plateadas y doradas, sobre todo, junto a un montón de detalles acumulados durante los últimos diez años: adornos navideños comprados en viajes o mercadillos, otras bolas regaladas, una estrella de Oriente, algún otro adorno con forma de árbol, o de reno, y hasta un escudo del Murcia que queda fantástico en mitad del árbol. Si te acercas un poco más, si lo miras muy de cerca y estás muy atento, escucharás una historia, una más, una de tantas. La historia de un árbol que se levanta cada año hacia el puente de diciembre; la del ritual de cada navidad junto a los abuelos para montarlo: las cajas, las ramas, los adornos, el Belén. Un millón de sonrisas. Un montón de recuerdos como pegados a esas hojas de PVC. Un puñado de ilusiones anuales, muchas fotos, tarjetas navideñas, una pandemia, regalos de Reyes y un niño que al principio apenas llegaba a las primeras ramas y ahora es capaz de poner la estrella en lo alto de la copa. El amor que se va tejiendo con los años, los abrazos, la cotidianidad, tantos instantes felices reunidos junto a ese montón de plástico con un soporte metálico. La magia de aquellas cosas a las que damos sentido y que terminan dándonos sentido a nosotros. Y de repente, un año, sin avisar, el árbol también pasa a ser dolor. La ausencia, que se hace presente en el dichoso arbolico. El peaje que la vida se termina cobrando. Un recuerdo doloroso que, con el paso de los años, se irá llenando de matices, pero no se librará de pena cada vez que haya que poner en pie el árbol, año tras año. La alternativa, ya sabes, es intentar verlo sin detenerte demasiado, a cierta distancia. Como si sólo fuera un montón de plástico con forma de árbol de Navidad. 

Si lo miras sin detenerte demasiado, y a cierta distancia, parece un partido de fútbol de finales de año, uno más. Un Murcia-Intercity, dice el videomarcador. Si te acercas y te fijas un poco, verás a 22 futbolistas corriendo, diez con camiseta roja, diez con camiseta negra y un par con camisetas algo más coloridas, que además llevan guantes y corren menos. Todos se mueven con cierto orden detrás de un balón, que intentan meter dentro de un espacio rectangular delimitado por tres palos, de 7,32 metros de ancho por 2,44 metros de alto. Pero si te acercas un poco más, si lo miras muy de cerca y estás muy atento, escucharás cientos de historias, algunas muy parecidas, pero todas diferentes. Historias que hay pegadas al escudo que llevan los de rojo. Si abres bien los ojos, verás una pequeña historia más para cerrar otro año. El ritual de la llegada al estadio, el saludo cómplice con los vecinos de grada, el sonido del gol, los abrazos, el grito lejano de Alberto, los nervios, el clásico cruce con Pepe durante el descanso, palabras tópicas y esperanzadas de mitad de temporada con alguno de toda la vida, el miedo, la última ocasión que siempre llega en el descuento, el brillo en la mirada de tantos murcianistas que casi se puede descifrar como un deseo: "este año es el año". Miles de sufrimientos por si ese balón entra o no a una u otra portería. Gente que no duerme, gente que no come: todo por eso que sucede en el campo. La magia de aquellas cosas a las que damos sentido y que terminan dándonos sentido a nosotros. Un árbol centenario que hemos levantado juntos durante generaciones y que hemos sostenido cuando se venía abajo. Parecían 22 tíos detrás de un balón, pero es en realidad una trama de historias y recuerdos, un amor que se va tejiendo con los años, una fe inquebrantable, miles de ilusiones; y también es el dolor y el sufrimiento que todo eso arrastrará. Pero la alternativa, ya sabes, es intentar verlo sin detenerte demasiado, a cierta distancia. Como si fuera un simple partido de fútbol. Porque si te acercas un poco más, estás perdido. Verás que un montón de plástico se puede llenar de vida y que once camisetas con el mismo escudo son capaces de quitarte el sueño y poner en pie un árbol centenario. Si te acercas un poco más, te tocará seguir levantándolo, año tras año, temporada tras temporada. Te tocará seguir llenándolo de recuerdos.  

Real Murcia: Gazzaniga, Jorge Mier, Saveljich, Alberto González, Cadete; Jorge Yriarte (Boateng, 72'), Moha (Toral, 61'); Carlos Rojas (Larrea, 75'), Juan Carlos Real, Loren Burón (Pedro León, 61'); y Raúl Alcaina (Pedro Benito, 72').

El destino y la gitana


Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 3 ; Real Madrid Castilla, 1

Ocurrió durante mi primer año de instituto, a mediodía, de vuelta a casa. Creo recordar que fue con el curso algo avanzado, así que sería en 1990 y yo seguramente tendría ya 15 años. Volvíamos del Floridablanca hacia nuestros barrios (Santa Eulalia y La Fama), formando un bloque importante de amigos que comentábamos las incidencias del día mientras cruzábamos Murcia: el Infante, el puente del Reina Sofía, Ronda de Garay, la Plaza de Toros. Por el camino, íbamos perdiendo unidades conforme llegábamos a la altura de nuestras casas. Aquel día, imagino que como casi todos, al llegar a La Condomina, Sergio Miralles continuó por Ronda de Garay y nos quedamos el Chino, el Moro y yo. El Chino no es chino y el Moro no es moro, pero esa es otra historia que no cabe en esta crónica. Sólo te diré que eran otros tiempos. Peores para casi todo, pero más cómodos a la hora de poner motes. Ocurrió en la calle Obispo Frutos, poco después de pasar el edificio Condomina. A saber de qué estaríamos hablando nosotros cuando, de repente, escuchamos un ruido lejano, algunos gritos, como un alboroto que se acercaba: algo sucedía a nuestra izquierda, al otro lado de la calle. Una gitana que bajaba por Mariano Vergara, acompañada de dos o tres chiquillos, chillaba algo que no entendíamos bien, airada, rabiosa. Algún conflicto interno arrastraba, además de varios chiquillos. Los tres la miramos de reojo, quizá esbozamos alguna sonrisa leve, pero sin darle demasiada importancia: sólo era una gitana liándola, nada de lo que preocuparse. Una gitana no muy mayor, aunque entonces casi todo el mundo era mayor para nosotros; una gitana de aspecto sano y el cuerpo robusto de dos o tres partos casi seguidos. Cruzó la calle, tal vez sin respetar los semáforos, mientras seguía gruñendo algo, nunca supimos bien qué. El caso es que no hicimos por evitarla: no le habíamos hecho nada y en ningún momento se dirigió hacia nosotros. Así que avanzamos con cierta tranquilidad y, hacia la esquina de los electrodomésticos Andreu, la gitana quedó más o menos a nuestra altura, como a nuestra espalda. Y justo entonces, ocurrió. Sin dejar apenas de quejarse, dejando a un lado a los chiquillos, la gitana avanzó unos pasos hacia nosotros y le soltó un hostiazo a mano abierta al Chino tan certero que estoy seguro de que sonó un par de calles más abajo. Fue un impacto perfecto. Una maniobra impecable, fuerte y a la vez precisa; el ángulo de la mano como mandan los cánones, la elección exacta del espacio concreto de la carica del Chino. La idea platónica de bofetón; la selección natural en el mundillo de las hostias a mano abierta. Miles de años de evolución del homo sapiens para llegar a un golpe así. Después, la gitana siguió farfullando algo, enojadísima, como si fuera ella la que hubiera recibido el golpe, y continuó hacia abajo por la calle Mariano Vergara, camino de La Fama por allí; o quizá de La Paz. El Chino se quedó paralizado, la mitad de la cara encendida; una mano casi perfecta pintaba de grana su rostro. Algo dijo, algo diría, no recuerdo bien. No era el Chino un tipo de encajar una hostia y cruzarse de brazos, ¿pero qué se hace cuando te cruzan la cara tan inesperadamente? ¿Qué se hace cuando lo hace una señora de etnia gitana? El Moro y yo nos acercamos, joder, socio, vaya tela, algo dijimos, algo diríamos. Pero han pasado 35 años. Sólo nos recuerdo como avanzando por Obispo Frutos en un silencio lúgubre que acentuaba más el impacto del sonido estridente del hostiazo, como si no dejara de retumbar. Llegamos a doctor Fleming, donde yo giraba hacia la izquierda para llegar por fin a casa. Y a partir de ahí, imagínate. No había móviles, ni redes sociales, ni vídeos virales, pero éramos zagalones y aquella era una historia absolutamente memorable. La hostia de la gitana pasó a la categoría de leyenda. Le dimos mil vueltas, se las hemos dado después. ¿Nos podía haber caído la hostia a cualquiera? Ahora está todo muy borroso, pero ya entonces no tuvimos claro si el Moro y yo hicimos algo por instinto que el Chino no pudo hacer; si aceleramos un poco el paso, si nos escoramos a la izquierda y dejamos al Chino algo más rezagado, al descubierto. Si aquello fue o no por puro azar. Nunca supimos, en definitiva, si en la vida el destino está escrito o siempre hay un pequeño margen de maniobra mientras caminas por la calle Obispo Frutos. Y siempre nos quedará esa duda. Pero este fin de semana, hablando de esos golpes más profundos que la vida nos va dando, esos que no suenan como una hostia a mano abierta pero duelen para siempre, mi amigo Carlos Ranedo me habló de una expresión mexicana que alguna vez le ha escuchado a Pérez Reverte: Cuando no te toca, ni aunque te pongas. Cuando te toca, ni aunque te quites. 

El Murcia recibía el viernes al Castilla en Nueva Condomina ante más de 20.000 personas y se llevó un buen e inesperado triunfo, algo que no sucedía con tanta gente en nuestro maldito estadio desde abril de 2008. Pero el viernes tocaba. El Murcia venía de dos meses sin ganar en casa y superó esa crisis de resultados en Nueva Condomina precisamente en el partido en el que menos tiró a puerta y más le tiraron. Pero el viernes, está claro, tocaba. En esos partidos que empató, tuvo mucho más la posesión del balón, dio más pases y metió muchos más balones peligrosos al área rival. Hizo todo para ganar, pero no ganó. También sacó muchos más córneres ante el Atléti B o el Sanluqueño. Contra el Castilla, en cambio, el primer saque de esquina en el minuto 3 fue para dentro. Y no sacó más córneres en toda la primera parte. No hacía falta. El viernes tocaba. Otro balón suelto dentro del área, fruto de un mal despeje, lo volvió a poner Loren en la escuadra y después, cuando el filial se acercó peligrosamente al empate en la segunda parte, un saque de banda nos volvió a dar una renta cómoda. Tocaba, tocaba. El viernes tocaba ganar. Y no es que lo hiciera mal el Murcia, qué va: también supo tirar de oficio, de buen hacer y sensación de equipo sólido que sabe ganar partidos. El Murcia hizo lo que estaba en su mano, pero flotaba algo extraño que invitaba al optimismo por una vez. Algo que se acercaba al oído para susurrarnos: “Socio, no te preocupes, que hoy toca”. Nunca sabremos si el destino está escrito o siempre hay un pequeño margen de maniobra mientras caminas por la calle Obispo Frutos. Tal vez las dos cosas. Tal vez se trate de hacer todo lo que está en nuestra mano para intentar no recibir las hostias, pero teniendo claro que hay algo inevitable, algo por encima de todo a lo que llamamos de mil formas distintas, azar, destino, accidente, suerte, casualidad o dios, quizá porque nunca sabremos su verdadero nombre. Algo que, cuando te toca, ni aunque te quites.

Real Murcia: Gazzaniga; David Vicente, Saveljich, Alberto González, Jorge Mier; Yriarte, Moha Moukhliss (Juan Carlos Real, 58'); Loren Burón (Toral, 87'), Pedro León (Boateng, 58'), Carlos Rojas (Kenneth Soler, 70'); y Pedro Benito (Raúl Alcaina, 70').

Goles: Tocaba, tocaba, tocaba.

El Juego

Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 0 ; Marbella FC, 0

Lo primero siempre es el juego. El instinto, las ganas de correr, de reír, de pegarle a una pelota o a lo que sea. Lo espontáneo en cualquier ser humano. Anterior a cualquier cultura, dicen. El juego siempre es lo primero. Cuando Martín tenía 4 o 5 años, empezamos a bajar a las plazas del barrio con un balón a pegar unos tiros, a regatearnos, a jugar partidillos, centros, de todo. Nos vestíamos de futbolistas, por supuesto, aunque a veces fuera poco más de media hora y en condiciones precarias (el único espacio verde del barrio sigue okupado, o ucampado, en este caso). Un día de esos, cuando Martín era muy pequeño, en la plaza del Museo de Bellas Artes, que era nuestro estadio olímpico, el balón salió despedido hacia la calle Obispo Frutos con tanta fuerza que di por imposible rescatarlo antes de que llegara a la calzada. Confiaba en recuperarlo al otro lado de la calle pero, de repente, apareció por la izquierda un autobús a cierta velocidad y sin intención de frenar. Fue como en una película de esas en las que el tiempo se para y la acción se congela unos segundos a cámara lenta. Martín y yo. El balón y el autobús. El autobús y el balón. Destinados a encontrarse. El balón que se va frenando, como para llegar en el momento justo. El autobús que no frena. El impacto perfecto, de lleno. ¡Zummm! Un golpe seco, casi silencioso, como el atropello de un animal al que no le da tiempo ni a gritar. Entonces padre e hijo nos miramos, sólo un instante, mientras el bus se alejaba del lugar del crimen. Y Martín rompió a llorar, claro. Desolado, rotísimo, como si, de hecho, fuera un ser vivo el que hubiera fallecido atropellado. “No era un gran balón, Tino”, le dije, intentando consolarlo, aunque en realidad sí lo era: era uno de esos balones baratos pero divinos para jugar con un niño de 5 años. “No es tu balón de La Liga”, quise seguir razonando, “tú no te preocupes, tenemos muchos balones para jugar, podemos comprar más, no llores por esto, hombre”. Pero me equivocaba. No le preocupaba el balón, no era la pérdida material, no lloraba por eso. “Pero ahora cómo vamos a jugar”, me dijo por fin, aún con lágrimas en los ojos. Entonces sonreí aliviado: al tío sólo le preocupaba seguir jugando en ese momento. Sólo lloraba por si el accidente implicaba el final del partido. Lloraba por dejar de jugar. Todavía algo afligidos, subimos a casa rápido a coger otro balón, tal vez el de La Liga, y a los tres minutos el partidillo se había reanudado con la misma ilusión de siempre. Ojalá pudiera volver a jugarlo una y otra vez. 

Después del juego viene todo lo demás. Y lo que seguirá viniendo. El espectáculo, los fichajes, los jugadores, las camisetas. El calendario, las ligas, la Champions, los títulos, los ascensos y los descensos. El ambiente, las gradas, los colores. Todo lo que no es juego. El dinero, las apuestas. Los cromos, los videojuegos. Ganar, empatar y perder, sobre todo, y el miedo a perder. La defensa de cinco, el doble pivote, el falso nueve. La preparación física, el scouting ese, la tecnificación, la IA, imagino. Las crónicas, los podcast, los vídeos, el tiktok. Y antes de todo eso, también, la pillería. Quizá vino pronto, quizá fue lo siguiente al juego. La pillería propia del juego y la que nada tiene que ver con el juego. El engaño, la caída, el grito, la lesión fingida, el tiempo de partido sin juego. El meter el culo al rival y caerse. Y otro gritito.  Y las asistencias médicas. No, espera, que está bien. Y el volver a caerse. Otro minuto. El fútbol sin juego. El otro fútbol, lo llaman. Todo lo que hemos ido aprendiendo para intentar ganar partidos más allá del juego. Todo eso que, después de más de 160 años de fútbol, alcanza hoy unos niveles de excelencia que amenazan al propio juego. Ahora el viejo y falso debate entre jugar bien o ganar se ha simplificado aún más: ahora se trata de jugar (bien o mal) o de ganar sin (apenas) jugar. De intentar jugar al fútbol o al engaño. Llevado al extremo, nos encontramos ante ese dilema que a todos se nos ha planteado alguna vez cuando el otro equipo se retrasa y parece que no llega: ¿Qué prefieres, ganar el partido por incomparecencia del rival o jugar? ¿Qué prefieres, jugar o ganar? No he conocido a ningún niño que elija ganar y qué pocos adultos elegirían jugar.

El Murcia recibía el domingo al Marbella en Nueva Condomina y, contra todo pronóstico después de los titubeos de los últimos partidos en casa, desplegó su mejor juego. De largo. No fue por casualidad, ni por arte de magia, sino por la insistencia de Fran Fernández en llenar el centro del campo de futbolistas a los que les gusta jugar. Es fijo Juan Carlos Real, un jugadorazo del que ya sabíamos casi todo, y se está haciendo el hueco Joâo Pedro Palmberg, un chaval al que sólo hay que ver cómo recibe el balón para saber que lo quiere, que se lleva bien con él. Al que sólo hay que ver su zancada para saber que hay futbolista. Pero sobre todo, y por encima de todos, el Murcia de este año promete ser un equipo jugón por Moha Moukhliss, un centrocampista de esos que salta al césped a jugar al fútbol, a jugar en ese sentido primitivo del juego. Un auténtico lujo, no ya para Primera Federación, sino para el fútbol actual. Una maravilla de futbolista que disfruta del juego los 90 minutos, como el niño que baja a la plaza y no quiere dejar de jugar. El domingo volvió a dirigir al equipo con maestría, y con la dificultad añadida de tener enfrente a un equipo que no quería jugar. El Marbella lo hizo bien, a pesar de no querer jugar, lo hizo todo dentro de la legalidad, en ese límite entre el engaño y la tomadura de pelo ya tan integrado en el fútbol que los árbitros terminan por aceptar. El otro fútbol, lo llaman. Ya está en todas partes, ya no es cuestión de categorías más bajas o países sudamericanos, ya se ha extendido a casi todo el planeta y a todas las categorías. Aunque alguno sólo se indigna cuando se enfrenta a Bordalás, la deriva ya alcanza a todos los equipos, en mayor o menor medida. Hasta al nuestro, hasta al tuyo. Y, si no queremos quedarnos sin juego, en algún momento habrá que hacer algo para atajarlo. No sé qué, no sé cómo. No es cuestión de añadir 16 minutos de descuento, que terminan siendo más minutos de engaño y pillería. Pero algo. Educando de verdad en el fútbol base o interviniendo desde la International Board con esa tarjeta azul que no termina de llegar. No sé cómo, pero algo hay que intentar para que el fútbol recupere esa nobleza que tuvo en su origen, o al menos no la pierda por completo. Algo para que el juego vuelva a ser lo primero, antes de que ese autobús que viene a cierta velocidad por la izquierda destroce el último balón que tenemos en casa. 


Real Murcia: Gazzaniga, Jorge Mier, Alberto González, Antxon Jaso, Cadete; Moha Moukhliss, Larrea (Palmberg, 48'); David Vicente (Pedro León, 55'), Juan Carlos Real (Loren Burón, 74'), Toral (Rojas, 74'); y Carrillo (Pedro Benito, 55').