El Murcia mete picu


(Primera parte)

Sporting de Gijón, 0; Real Murcia, 0.
No descarto que en alguna de las partes de esta crónica se termine hablando del Sporting-Murcia, pero os adelanto que no será en ésta. No engañamos a nadie, así que estáis a tiempo de abandonar esta lectura: aquí no queremos jugadores a disgusto. Si queréis conocer ya mismo cómo vivimos el ambientazo de una ciudad que de verdad siente a su equipo como propio, si queréis que os contemos cómo disfrutamos del puntazo en El Molinón, o cómo nos emocionamos con ese 'You'll never walk alone' atronando antes del choque en homenaje a las víctimas de Hillsborough, vais a tener que esperar hasta la segunda parte, o la tercera, o la cuarta incluso, que esto no sigue plan alguno y se me descontrola fácil. ¿Os pasáis entonces, cuando detengamos el tiempo en ese chut al palo de Malonga desde Langreo? Venga, sin problema. Hasta luego.

...

...

Eh.

Oye.

¿Seguís ahí?

Pues sí, también está la otra posibilidad: que os quedéis y participéis de la aventura completa, del viaje de nueve amigos durante cuatro días a Gijón para, coincidiendo con el partido del Murcia, celebrar allí la despedida de soltero de nuestro amigo Álvaro. Si optáis por esta segunda opción y os venís con nosotros en alguno de los dos coches, os consolaré diciéndoos que seré breve, que intentaré no aburrir, y que omitiré en la medida de lo posible los pasajes sin contenido sexual.

Es broma, ¿eh? No seré breve.

Eran aproximadamente las 4 de la madrugada del jueves al viernes, y los nueve volvíamos ya de retirada por la céntrica calle Jovellanos, hacia el piso de un particular que habíamos alquilado por Internet de manera completamente legal; nuestro compromiso con Hacienda es firme. La primavera sólo es un rumor en Gijón, así que el atuendo tipo en el grupo era camisa y chaqueta; lo que pasa es que hay sectores conservadores hasta en las pandillas de amigos, y por eso algunos también añadían jersey a la combinación. Ni que decir tiene que estos últimos son los que con más efusividad celebraron en su día el paso del Murcia a la defensa de cinco.

Tras nuestra primera exploración de la noche gijonesa, charlábamos en sanedrín sobre lo que nos había deparado esta jornada inicial del viaje: la partida al amanecer desde casa de Álvaro, al que habíamos secuestrado con elegancia, sin estridencias y pisando los lugares comunes estrictamente necesarios; o la sublime comida en la Taberna Mohíno de Medina del Campo, donde hasta los postres parecían incluir lechazo. Comer en Medina del Campo no es cualquier cosa, porque es de esos pueblos que asocias enseguida a escudos heráldicos, a nobles y vasallos que habrían sido portada en un hipotético HOLA del siglo XV. Medina aparecía muy pronto en los libros de Historia del cole, como Navas de Tolosa o Medinaceli; lo mismo hoy día los críos se tropiezan antes con Benidorm en esos libros, pero cuando yo estudiaba, quisieras o no, te enterabas enseguida de que Medina del Campo había partido el bacalao hacía ya algún tiempo, que fue la Nueva York de Castilla La Vieja, y que Isabel La Católica la eligió para manejar desde allí el cotarro.

Más reciente aún teníamos la cena en la Sidrería Rubiera de Gijón, cuyos responsables no sólo no nos echaron sino que admitieron que volviéramos en días posteriores para seguir disfrutando del pixín (rape) o la chopa a la sidra (sargo). Todavía no me lo explico, porque con cada botella de sidra y cada alarido gutural yo veía más y más cerca la segunda amarilla. Pero nunca llegó, e incluso creo recordar sonrisas de cariño sincero en las cocineras, de unos 60 años, cuando Roberto les preguntó qué hacían esa noche al salir de allí.

Todas esas cosas íbamos comentando tranquilamente por la calle Jovellanos mientras plegábamos velas, cuando, de repente, no se sabe bien de dónde, apareció Teresa. La maniobra de incorporación al grupo fue similar a la de un ciclista descolgado que remonta y termina volviendo al pelotón, mezclándose entre el conjunto con naturalidad. Su asimilación careció de cualquier brusquedad. Una vez dentro del pelotón, Teresa decidió hablar; me pongo en su piel, y no se trata de un momento sencillo. ¿De qué manera rompes el hielo? ¿Cómo se inicia la interacción con un grupo de nueve chicos vociferantes, a las 4 de la mañana, por una calle desierta? ¿Qué habrían recomendado los manuales de protocolo para arrancar ese ritual comunicativo con nueve tipos en modo ‘Oé, oé, oé’? Yo supongo que la mayoría de esos manuales le habrían aconsejado directamente que huyera y no mirara atrás, pero es verdad que algunos otros, los más progresistas, contemplarían el diálogo, o al menos un simulacro de coloquio anodino, antes de escapar.

Estos manuales quizás le habrían sugerido a Teresa que apostara por un cauteloso “¿De dónde venís?”, o por un “¿Vais ya a casa, no?”; algo previsible, naif, sin demasiada mordiente. Pero Teresa no dijo nada parecido. Jamás olvidaré su primera frase: “¿Vosotros también queréis iros de vacaciones a Crimea? Vámonos a Crimea”. Silencio. Bocas abiertas. De dónde ha salido esta maravilla. Cómo es posible que la noche todavía quisiera ofrecernos un regalo así.

Teresa era un aspersor de belleza. De su boca sólo salían palabras mágicas, y tenías la sensación de que se había escapado de Alicia en el país de las maravillas. “Soy del Atleti desde hace un mes”. “Nunca he estado en Murcia, pero la semana que viene me gustaría ir a veros”. “Quiero que me llevéis a la fábrica de Estrella de Levante”. “No puedo ir al Bando de la Huerta porque tengo que entregar un trabajo sobre el foie-gras”. “He mirado vuelos a Moscú, valen cien euros, y desde ahí llegamos fácil a Crimea”. “¿Puedo dormir en vuestro piso?”.

Teresa era una Juanele, una sorpresa eterna para los centrales. Inocente, candorosa, angelical… Subió al piso de nueve tipos que no conocía de nada a las 4 de la mañana sin valorar en ningún momento una posible descuartización, y eso fue un detalle muy bonito. En el piso, ya de tertulia final de jornada, consiguió extinguir el sueño que teníamos todos; nos mantuvo con los ojos como platos, mirándola muy atentos, escuchando sus historias sobre Gijón, sus costumbres, sus peculiaridades… También sus frases típicas. Una de ellas nos llamó especialmente la atención; Teresa nos dijo que entre los jóvenes, al acto de ‘liarse’ con alguien (besarse con alguien, poniéndonos finos) se le llama allí popularmente “meter picu”. Con Teresa aprendías muchas cosas; es verdad que no todas las que me hubiera gustado, porque yo muchas veces no entendía lo que decía. Hablaba muy rápido y su vocalización era extraña, asimilable a la jerga pija que se exagera en arquetipos de series y películas. Pero de lo fundamental sí me enteré.

A Teresa le costaba mucho creer que estuviéramos en Gijón sólo porque allí, dentro de tres días, jugaba el Murcia. Aunque le hacía mucha gracia la idea de que pudiera ser cierto, no se terminaba de fiar. “A qué habéis venido, va, decidme”, repetía constantemente. Si le hubiéramos contado que en realidad estábamos allí para secuestrar a un capo asturiano de la droga, lo habría aceptado con más normalidad; habría seguido sonriendo igual y cantando canciones del Frente Atlético, ésas que conoce desde hace un mes. De todas formas, pese a su fuerte sentimiento colchonero, Teresa no dudó en ponerse una camiseta del Murcia, y quiso posar con una bufanda grana. Con qué chispa, con qué alegría abrazó momentáneamente el murcianismo. Se nos caía la baba.

Hacia las 8 de la mañana todo se fue apagando, y casi sin darnos cuenta, de repente Teresa estaba acurrucada en el sofá, tapada con una manta que le habíamos traído. “Pero qué a gusto estoy aquí con vosotros”, susurró poco antes de quedarse dormida en nuestro salón. Era como nuestra sobrina. Nos fuimos a nuestras habitaciones con la convicción de que, efectivamente, en ningún momento se le había pasado por la cabeza que pudiéramos descuartizarla. Eso nos procuraba cierta satisfacción. Supongo que no tenemos pinta de asesinos, al fin y al cabo.

A eso de las 11, Teresa despertó, y todavía resistiéndose a abrir los ojos, pidió que le trajeran el desayuno. Una frase tan poco extraordinaria como ésa, el reclamo del desayuno al despertar, sonó a ciencia ficción en aquel piso, donde lo más parecido a un desayuno había sido destilado en Escocia. Ella se resignó a esas limitaciones sin quejarse, se alzó, se desperezó y tras despedirse cariñosamente de cada uno de nosotros, se marchó ligera, sonriente, como si episodios de este tipo fueran ya algo normal en su vida. Bajó por el ascensor, y entonces todos nos asomamos a las ventanas para brindarle una ovación unánime, sincera. Desde la calle saludó agradecida, como una torera desmonterándose. Nos quedamos un poco tristes cuando dobló la esquina y la perdimos de vista.

Qué lejos estaba aún el partido del Murcia. Ni convocatoria había aún. Ese viernes quedará para el recuerdo como un día muy duro. Íbamos zombis por la falta de sueño, y además, por si fuera poco, comimos un menú del día que de primero (de primero) ofrecía fabada, o más bien fabadón. No diré más sobre el menú de la Sidrería La Tropical, porque prefiero dejar algo a la imaginación, pero si te ponen fabada de primero, qué no te pondrán de segundo. Tras la comida, hubo quien solicitó ante el grupo ser rematado con dignidad y que siguiéramos adelante sin él. No se admitió. Aquella fabada se llevó por delante a varios valientes de ese viaje, buenos hombres en los que tantas expectativas había depositadas. Alberto, por ejemplo, no volvió (¿no volverá?) a ser el mismo tras esa comida. Su mirada reflejó desde entonces una especie de horror sereno, de aceptación de la fatalidad, como si se hubiera encontrado frente a frente con la Muerte.

El viernes hicimos siesta eterna y luego ni siquiera salimos por ahí, tal había sido la devastación sembrada por ese menú. Ese día se trataba de sobrevivir. Por la noche, nos reunimos en el salón, encendimos la tele y charlamos sobre los temas que podéis intuir que aborda un grupo de tardoveinteañeros en una despedida de soltero: la importancia de las próximas elecciones europeas, la regulación de los drones para uso civil o el conflicto de Ucrania. En este último asunto, Alberto, palidísimo, pronosticaba convencido una inminente tercera guerra mundial. Lo decía con cierto regocijo, desde el egoísmo: la fabada se lo había llevado por delante a él y ahora nos tocaba a los demás.

En aquella congregación de tullidos estomacales reinaba cierta melancolía. Echábamos de menos a Teresa, que tan solo unas cuantas horas antes había traído la pureza a aquel piso. ¿Qué sería de ella ahora? ¿Se habría metido en el piso de algún grupo de Testigos de Jehová y les estaría convenciendo de viajar a Siria y visitar sus fábricas de cerveza? Nunca lo sabríamos. De hecho, todos sospechábamos que no volveríamos a ver a Teresa nunca más. Ella se había ido, y nosotros necesitábamos consuelo. Lo encontramos en la tecnología, en un canal local de televisión que jamás olvidaremos. Se llamaba Tele 8 o algo parecido, pero nosotros lo bautizamos enseguida como Canal Calle. Lo único que mostraba Canal Calle era el plano fijo de una plaza grande, suponemos que de Oviedo o Gijón, con cancioncillas de fondo. El único gancho del canal era que veías en tiempo real cuanto acontecía en esa plaza: el tráfico, los coches dando vueltecillas a la rotonda, los peatones como hormigas diseminados por el plano, algún guardia... Era un poco como jugar a ser dios. Si estabas ante Canal Calle durante los suficientes minutos, y si además tu coca-cola tenía refuerzos, acababas convencido de que tú gobernabas ese pequeño mundo, de que esa plaza te pertenecía y que funcionaba porque tú lo permitías.

Lo que definitivamente aportaba el toque sórdido a Canal Calle es que la música que sonaba de fondo era maravillosa. No exagero si digo que sonaba mejor música en Canal Calle que la que puedes oír en el 90% de cadenas musicales especializadas de este país. Escuchar 'El sitio de mi recreo' de Antonio Vega mientras la vida se abría paso en esa plaza, entre la lluvia, era lo más parecido a estar en el planeta Marte. El desvarío llegó a tal punto que empezamos a examinar con minuciosidad el plano, por si acaso lográbamos distinguir entre los pequeños puntitos humanos a Teresa. No ocurrió tal cosa, y nos fuimos a dormir pronto. Al día siguiente pensábamos recibir a la plantilla a su llegada al hotel, y alguno de nosotros ya había manifestado su firme intención de besar a Julio Velázquez cuando bajara del autobús. No era el caso de Alberto, que, entre estertores, no se planteaba más meta que seguir vivo.

(Fundido a negro).

¿Entonces de verdad os habéis creído eso de que en las demás partes sí que terminaré hablando del partido? Madre mía.

Real Murcia: Casto, Álex Martínez, Mauro, Truyols (Saúl, min. 45), Molinero, Toribio, Dorca, Eddy, Wellington (Iván Moreno, min.78), Malonga (Tete, min.70) y Kike.

6 comentarios:

  1. Por dios, que venga esa mujer a Murcia. Y al estadio, a ser posible.

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  2. ¿Alguno de los 9 murcianistas intento "meter picu" a la famosa Teresa? está claro que Teresa estaba predispuesta.

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  3. Me alegro un monton de que la asexualidad galopannte de Mondo Moyano por fin se perfile a un lado.
    Jijiji

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  4. Genial. No sé por qué, pero ahora siento un vacío que sólo puede llenar una Teresa. ¿En qué calle zaragozana se encontrará Teresa?

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  5. jajajaja hola soy teresa

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  6. Sabíamos que este día llegaría. Teresa, respóndenos: ¿Alguno de los nueve intento "meterte picu"?

    Si vienes por Murcia no dudes en que serás bien recibida. Y probablemente agasajada por muchos.

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