Vuelve Acciari: el amigo de verdad


Alejandro Oliva (octubre 2012)

1. El equipo que perdona lo termina pagando y el gran problema de Acciari era que lo expulsaban mucho. Los tópicos, qué instalados están, los tíos. Los tópicos son un buen recurso para llenar esos huecos en los que no sabemos qué decir, pero no suelen aportar mucho: en el mejor de los casos una obviedad, cuando no una mentira. El equipo que perdona, a veces, lo termina pagando, pero lo normal es que marque después de perdonar. Y José Luis Acciari vio alguna tarjeta roja durante su carrera, vale, pero posiblemente sea uno de los jugadores del fútbol español que menos ha sido expulsado.

Antes de su regreso al Real Murcia, Acciari había sido expulsado menos que Guardiola, ojo. Nueve veces, como Pep, pero en 50 partidos más. En total, al término de su carrera, 12 veces en más de 400 partidos. Son muy pocas expulsiones. Y si a esos números sumamos la intensidad de sus acciones, las faltas que hacía por partido, las amarillas que recibía y la injusta fama que arrastró casi toda su carrera, si tenemos en cuenta su juego, entonces podemos decir no solo que a Acciari lo expulsaron poco, sino que lo expulsaron poquísimo, aun a riesgo de que nos tomen por locos. Como a él.

Lo de loco también tiene algo de falso mito, como sus expulsiones. Porque puede que el Loco Acciari sea uno de los futbolistas más sensatos que hayamos visto saltar a un campo: de intensidad calculada y carácter frío, consciente siempre de sus defectos, solidario pero sin perder jamás la posición, maestro del cuándo apretar y cuándo aflojar. Fue aquí en Murcia donde le pusimos loco al tipo más sensato de la clase, porque en Argentina era simplemente José.

Allí empezó a jugar en el equipo de su ciudad, Club Atlético San Miguel, el trueno verde, un equipo modesto de la provincia de Buenos Aires. El joven José era apenas un chaval con la camiseta del trueno, pero en alguna foto de juventud ya se advierte la mirada del Acciari de siempre. La mirada de la determinación. Fichó por Banfield y luego por Estudiantes, donde apenas jugó unos partidos en Primera. Pero quizá aquella experiencia le hizo aprender que no dejaría pasar otra oportunidad así. Como la que le llegó unos meses más tarde, tras jugar en Almagro, desde España, de un lugar del que no había oído hablar jamás. A veces la vida te ofrece un segundo hogar con 23 años recién cumplidos.


2. Acciari aterrizó en Murcia en un mal momento, un clásico mal momento del Real Murcia: en el mercado de invierno de una Navidad que vivimos en puestos de descenso a Segunda B tras perder en casa con el Burgos. Muchos han venido en esas circunstancias y pocos lo han contado con una sonrisa. Pero en su primer año, José Luis superó la ya instalada reticencia a lo argentino, mitad xenófoba, mitad rancia, y conquistó pronto un lugar en el equipo de David Vidal, en el que fue pieza clave para la salvación. 13 partidos, ninguna expulsión y un gol, el primero contra el Jaén en la última jornada de liga, en una victoria necesaria para evitar la Segunda B. Un gol decisivo, en casa, en La Condomina.

El Loco ya era héroe, y en las siguientes cuatro temporadas su identificación con el club fue absoluta. Acciari era el Real Murcia y el Real Murcia era Acciari. Cuatro temporadas en las que el argentino jugó casi todo, en Segunda y en el año de Primera, y con una implicación en el campo tan absoluta que ni siquiera el tan cercano traspaso al Deportivo de La Coruña, un grande entonces, afectó a su relación con la hinchada. El primero de esos cuatro años, además, coronado con el gol por el que pasaría de ídolo a mito. El gol de todos los goles en la reciente historia del murcianismo. El gol al Levante que nos devolvía a Primera División, 14 años después, cuando casi habíamos olvidado que se puede llorar de alegría. Fue el 1 de junio de 2003, y de nuevo en casa, en su casa, en La Condomina. Cómo olvidarlo.

Cuatro temporadas y media, más de 150 partidos, y unas cuantas expulsiones de las que apenas nos acordaríamos si no fuera porque acostumbramos a recordar, junto al día más feliz, el día más triste, acaso para equilibrar nuestro centro del campo vital. Y aquella última expulsión del Loco, aquel día triste del Loco, tenía que ser en un día triste para el murcianismo. Como si de un mismo ser se tratase, como si en el corazón murcianista latiera el ánimo de Acciari. Ese día fue el 3 de junio de 2006. Y fue en el mismo lugar donde había sido héroe apenas tres años antes. En La Condomina, dónde si no. En La Condomina vieja, en La Condomina de siempre.


3. Pero aquel día La Condomina no era su casa. Se enfrentaban el Ciudad de Murcia, como local, y el Real Murcia. No era el primer derbi murciano, pero éste reunía por fin todos los alicientes de un partido de rivalidad. El Ciudad de Abel Resino llegaba lanzado, rozando la gloria de un histórico ascenso a Primera, a cuatro puntos de un Levante que tenía por delante un calendario más complicado. A falta de tres partidos, solo le valía la victoria para aspirar al ascenso. El Murcia de Kresic, por su parte, estaba en la zona baja, aunque también llegaba fuerte. Había ganado sus cuatro últimos partidos en casa y casi asegurado la permanencia, aunque necesitaba un punto para certificarla.

Parecía que se enfrentaban dos murcias, pero en realidad eran tres. Porque si a un lado estaba el viejo Real Murcia, el de toda la vida, con la hinchada que había mantenido su fidelidad en la nefasta década de los 90, y al otro el nuevo Ciudad, con su legítima y joven afición, que apostaba por un escudo diferente, quizá por unos valores diferentes y sin ningún apego a la tormentosa historia grana, también existía una tercera vía: la de los aficionados a los dos equipos. Una parte de los fieles del Real se había abonado al Ciudad (“para tener fútbol todos los domingos”), atrapados por abonos baratos o gratis, por el traslado del equipo a La Condomina y, sobre todo, por la trayectoria deportiva exitosa del equipo de Pina.

La confusión se respiraba en la ciudad. La semana previa fue extraña. Ese año el Real Murcia había perdido la primacía deportiva, y podía incluso perderla más, quién sabe si para siempre, si el Ciudad de Murcia se situaba una categoría por encima, en Primera, con perspectivas de consolidarse como el equipo de la tierra. Muchos murcianos, incluso ‘murcianistas’, reconocían sin tapujos que deseaban la victoria del Ciudad. Políticos, empresarios, periodistas: todos se pronunciaban. Un equipo en Primera, sea cual sea su escudo, siempre sería bueno para Murcia. Mientras, el murcianismo miraba de reojo.

Era un día gris, o al menos así lo recordamos, y mucha gente prefirió quedarse en casa: poco más de 5.000 personas había en las gradas. Quizá algunos no querían ver lo que iba a pasar. Y ya desde las primeras jugadas se palpó que el Real Murcia, esta vez sí, era forastero en La Condomina: el apoyo le llegaba de poco más de 500 incondicionales que animaban desde el Fondo Sur. El resto del campo parecía vivir entre el sueño ciudadino de Primera División y la indiferencia de sentirse tanto de un equipo como del otro.

El partido sí estuvo a la altura de un derbi. Intenso desde el primer balón, igualado, conscientes los locales de lo que había en juego y con la sensación de que el Real Murcia, además de necesitar un punto, quería sobre todo impedir el ascenso rojinegro. Tato, el jugador más en forma de los de Kresic, fue expulsado y el Real Murcia afrontaba más de una hora de partido con 10. Pero aun así dio la cara y tuvo más ocasiones que un Ciudad nervioso. Pudo marcar Acciari (otro gol decisivo en La Condomina) e Iván Alonso remató al larguero en el tramo final. Fue un duelo tenso, duro, enrabietado, que parecía destinado al 0-0. Pero el equipo que perdona, a veces, lo termina pagando. 
Un córner en el minuto 93 agitó la historia del fútbol en Murcia. El gol de Falcón abría la puerta del ascenso al Ciudad y la tribuna de La Condomina estallaba de alegría. En el campo se disparaba la crispación acumulada y jugadores de uno y otro equipo se encaraban entre empujones, insultos y algo más. Había nacido un derbi, y en esa bronca, claro, el carácter incontenible de Acciari sí que desató al Loco, que fue expulsado, entre la euforia de la mayoría condominera, poco antes del final.

El futbolista abandonó el campo pitado e insultado por muchos de los que, tan solo tres años antes, lo habían idolatrado. Ahora le recriminaban exactamente los mismos valores que antes habían celebrado. El camino hacia el túnel de vestuarios fue un calvario para Acciari, que, con ese carácter único forjado con la camiseta del trueno verde devolvía airadamente con gestos e insultos todo lo que recibía de la grada, sin terminar de comprender cómo los murcianos celebraban una derrota del Real Murcia en La Condomina.


4. Al día siguiente las crónicas establecían la ruptura de las aficiones, el nuevo orden. Se hablaba de día histórico para el fútbol murciano, del nacimiento de una rivalidad. La absurda compatibilidad entre los dos equipos había muerto. “No se pueden tener dos amores a la vez”, concluía Pedro Contreras en ‘As’. Otros medios azotaban a Acciari por su actitud, sin comprender, o sin querer comprender, que el argentino simplemente había hecho lo que siempre había hecho, que eran otros los que habían cambiado de bando. ‘Al Real Murcia aún le queda la historia’, titulaba un artículo exultante con los éxitos del Ciudad, que sentenciaba el futuro del club grana a un papel secundario, o a la desaparición.

Unos días más tarde el Ciudad se estrellaba en Albacete y era el Levante el que finalmente ascendía en la última jornada. Y al año siguiente el Real Murcia recuperaba la hegemonía con el ascenso en Ponferrada, lo que terminó por hundir el sueño del Ciudad, finalmente traicionado y vendido por su dueño, aunque el sentimiento, siempre vivo entre sus aficionados más fieles, engendró otro equipo, otros sueños. 

Pero al día siguiente del derbi también supimos que, además, Acciari había jugado con el ligamento cruzado anterior de la rodilla izquierda roto desde el minuto 5. Tuvo que ser operado, y se sospechó que no volvería a ser el de siempre después de aquel derbi dramático. Se perdió casi toda la temporada siguiente, aunque Lucas Alcaraz tuviera el gesto de hacerlo reaparecer en El Toralín, nueve meses después para que viviera en el campo otro mágico ascenso a Primera, aunque solo fuera un minuto de aquella tarde de mayo.

Se marchó cedido a Córdoba para recuperar su rodilla, y vaya si la recuperó. Javier Clemente no lo quiso en Murcia, pero fue cerca de casa, en el centro del campo del Elche, donde, sin perder la posición, el loco más sensato volvió a impartir su lección, de intensidad calculada y carácter frío, de saber cuándo apretar y cuándo aflojar. Su lección de fútbol. Dejó al Elche, que llevaba más de 20 años fuera de Primera División, a tan solo un gol del ascenso. Y en casi cuatro años allí, incluidos unos partidos en el Girona la última temporada, solo tres expulsiones. Tantas como en sus tres últimos años como profesional, donde volvió a defender la grana, su camiseta, incluso en la puerta de la Liga de Fútbol Profesional, una vez más rebelde ante la injusticia.

Y esa será otra imagen que recordaremos para siempre, Loco. Como las celebraciones de tus goles en el año del destierro, hecho un chaval a los 36, disfrutando del fútbol, de tu fútbol, con esa sonrisa que siempre nos conquistó. Fueron tantas las cosas buenas, que hemos olvidado ese puñado de expulsiones, que nunca fueron un gran problema, porque apenas te expulsaron. Pero déjanos recordar para siempre aquella, la más triste, la de tu salida del campo en el que hiciste feliz a tanta gente. Déjanos recordar quién estuvo ahí, como el amigo de verdad, cuando más falta hacía, el día en el que Murcia no estuvo con el Real Murcia y el Loco Acciari, el loco más sensato, fue incapaz de aceptar esa locura. 

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