Pie de foto: Tres semanas después, echamos al entrenador
Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 1; Mérida, 0.
El 4 de febrero de 1996 fui a ver un Osasuna-Getafe. Ahí lo llevas, que diría don Juan Pereñíguez. No recuerdo muy bien los detalles de aquella tarde, la verdad, han pasado demasiados años, pero tirando de lógica puedo decir que es prácticamente seguro que fue una tarde muy, muy fría; que es probable que al día siguiente tuviera un examen, o varios; que es indudable al cien por cien que estaba bajo los efectos de una severa resaca de whisky cola; y que casi con absoluta certeza estaba enamorado de una muchacha con la que apenas me atrevía a hablar, pero a la que jamás he olvidado. Aquella temporada 95-96, y durante las tres siguientes, intenté no dejar de ir al fútbol, a pesar de vivir en Pamplona, lejos de mi equipo, que además jugaba en Tercera, que en esos años en los que arrancaba Internet era como jugar en la Edad Media. No me costó mucho simpatizar con Osasuna, que estaba en Segunda A, en parte porque entonces me gustaba el fútbol con locura; pero sobre todo, imagino, para conectar con la gente de allí a través del fútbol, que siempre ha sido, para alguien como yo que se mueve entre la introversión y la insociabilidad, mi salvavidas para sobrevivir en el mundo. En un par de semanas de clase ya era capaz de debatir sobre el doble pivote Nagore-Antonio Díaz o sobre quién debía acompañar arriba a Santi Ezquerro, que emergía aquel año, y además podía suplir mi evidente falta de osasunismo con esa empatía que de alguna manera nos une a todos los que somos de un equipo, y solo de un equipo, sea el que sea, más que de otra cosa en el mundo. Yo era el del Murcia, y me aceptaban. Recuerdo que aquella tarde fui solo a El Sadar, y me imagino que fue alguno de esos motivos apuntados antes (el frío, o la resaca, tal vez) los que empujaron a mis compañeros de piso a quedarse en el sofá. Vivíamos en el barrio de Iturrama, cerca de la universidad y no muy lejos del estadio, al que se podía llegar en un paseo distinto al habitual. Cruzabas Esquíroz y Abejeras, bajabas por unas calles raras, anónimas, cruzabas la Avenida de Zaragoza y llegabas por fin a los aledaños, a unos buenos aledaños, por cierto. Fui a El Sadar como cinco o seis veces por temporada, no más. Pero aquel 4 de febrero no elegí morir de frío para ver a Osasuna. Tampoco fue para ver al Getafe, claro, que entonces no era el Getafe de ahora; el Getafe era, por intentar trasladar los hechos a nuestro tiempo, un Fuenlabrada; el Getafe era nuevo en Segunda y estaba muy abajo, y no había pisado Primera ni Europa ni hostias. Era una mierda, para entendernos. No fue por Osasuna, no fue por el Getafe: aquella tarde decidí ir a El Sadar a helarme porque en aquella plantilla del Getafe militaba Javi Rey, uno de mis ídolos del último Murcia en Primera, un futbolista especial, un futbolista por el que merecía la pena pagar la entrada jugara donde jugara y contra quien jugara. En el verano de 1988 el Murcia pagó al Rayo Vallecano 32 millones de pesetas por Francisco Javier Rey Galán, gran promesa del fútbol nacional, pretendido, se decía, por la mitad de los equipos de Primera. Pero el Murcia apostó fuerte por él para dirigir al equipo, para el gran proyecto de Juan Garrido de asentarnos por fin en Primera y soñar con Europa. Era un centrocampista elegante, ante todo, de trote solemne y buen porte, cercano al metro ochenta, no como esos bajitos de pantorrilla gorda que tanto gustan en los nuevos tiempos. No, no, Javi Rey tenía clase para conducir el balón, para desplazarlo en corto y en largo, para dominar el espacio en el círculo central; tenía esa clase natural de los centrocampistas de aquella época, como Schuster, esa clase con cierto aire arrogante y despreocupado, el aire que tienen todos los futbolistas que ponen el balón donde quieren, el aire del artista, el aire de toda una estirpe de centrocampistas legendarios condenada hoy a la extinción, sometida a la tiranía del fútbol artificial de nuestra época, que mide el porcentaje de pases correctos y los pasos que da cada futbolista y quiere tener bajo control hasta el talento. Pero la gran promesa del fútbol nacional no triunfó, claro. Cuesta mucho triunfar; y cuesta más triunfar si el que apuesta por ti es el Murcia. Javi nunca encontró su sitio, tal vez porque nunca encontró al entrenador que encajara su talento en un equipo. En Murcia no llegó a tener continuidad, y apenas vimos un par de sus exhibiciones. Pilló descensos y crisis económicas, fue cedido al Orihuela y luego al Valladolid, donde durante algunos meses sí alcanzó ese nivel superlativo, esas tardes geniales que, según cuentan aún por Vallecas, brindó con 18 años en el Rayo de mitad de los 80. También llegaron las lesiones, algunas importantes, y, en apenas siete años, el Murcia que aspiraba a asentarse en Primera estaba en Tercera, su gran apuesta de futuro en el Getafe y yo en Pamplona, intentando volver a verlo jugar, con cierto cosquilleo nostálgico que me trasladaba feliz a las gradas de La Condomina, a mis 14 años, al Murcia en Primera. Javi Rey no solía ser titular, pero en el partido anterior había jugado la última media hora, justo en la reacción de su equipo, y la razón me empujaba a pensar que, si no de titular, al menos tendría bastantes minutos. Y así me planté en El Sadar, con la esperanza de disfrutar, años después, de unos minutos de la clase de mi ídolo en un partido que, como se podía esperar, fue muy malo. No había goles, ni tiros a puerta, ni ocasiones, ni siquiera llegadas, y con Javi Rey en el banquillo, sin moverse, tan congelado como mis pies, mediada la segunda parte. A falta de un cuarto de hora, por fin, salió a calentar, inconfundible en sus andares. Y en el 88, como último cambio para perder esos segundos que acercaran al Getafe a puntuar, saltó al terreno de juego. Aplaudí con fuerza, ante la sorpresa de algún hincha local, para intentar recuperar al menos la sensibilidad de los dedos helados. Sonreí al volver a ver su trote hacia el mediocampo, sus gestos de siempre. Fue una sensación bonita: con las manos y los pies congelados, resacoso y solo, me había tragado un Osasuna-Getafe horroroso, quizá para que no tocara ni un balón, tan solo para ver su trote clásico por el centro del campo. El partido terminaba y apenas se jugaba, entre parones y pérdidas de tiempo, ya en la prolongación. Pero entonces, en uno de esos arreones vasconavarros clásicos del descuento, un balón en el interior del área fue bien enganchado por Moisés, ante el delirio de la parroquia helada que resistía en El Sadar. 1-0, casi en el 93, con Javi Rey en el campo. Miré su cara, desencajada, en la frontal del área. Y volví a casa triste y derrotado, como si hubiera visto pasar en esos cinco últimos minutos todas las derrotas del Murcia de Javi Rey, del Murcia de mis 14 años.
El Murcia superó bien al Mérida en un partido extrañísimo, en el que pudo golear a los extremeños y estuvo cerca de no ganar. El Murcia de Adrián es ahora, con sus tres centrales y su nueva distribución sobre el campo, un equipo totalmente imprevisible, y eso, después del millón y medio de partidos que hemos visto de Segunda B en los últimos años, creo que es lo mejor que se puede decir de un equipo de Segunda B. El Murcia sorprende, y es difícil de parar cuando arranca. Pero hoy déjame que no te hable mucho más del Murcia de Adrián, del imprevisible Murcia de Adrián, del que tendremos tiempo de hablar; si hoy tengo la cabeza en Javi Rey es por Víctor Andrés Meseguer Cavas, Víctor Meseguer, un futbolista por el que merece la pena pagar una entrada, juegue donde juegue y contra quien juegue. El domingo lo volvió a demostrar, y sin llegar a jugar un gran partido, sin intervenir mucho en el juego. El tío ni siquiera ha jugado demasiado bien los dos partidos que ha jugado con el Murcia, pero no le hace falta. Tampoco jugó muy bien Javi Rey casi ningún partido. No estamos hablando de eso. Estamos hablando de elegancia, de una manera de conducir el balón, de desplazarlo en corto y en largo, de dominar el espacio en el círculo central. Estamos hablando de la clase natural de los centrocampistas de otra época, como Schuster, de esa clase con cierto aire arrogante y despreocupado, el aire que tienen todos los futbolistas que ponen el balón donde quieren. Los más avanzados de la cantera murcianista ya venían avisando hace tiempo con un “ojo con Meseguer” cada vez que salía su nombre, algunos incluso con un “ojito con Meseguer” o con un “ojo, ojo, mucho ojo con Meseguer”, nervioso, agitado. Ahora, en solo dos partidos con el Murcia, ya sabemos que es un elegido. Puede que no vaya a ser el mejor, puede que no triunfe, puede que no haga ganar partidos a su equipo. Pero seguro que va a conseguir que más de un chaval sepa que hay otra manera de jugar, de moverse sobre el campo; que existe una estirpe de centrocampistas legendarios que parecía condenada a la extinción, y que debemos protegerla de la tiranía del fútbol artificial de nuestra época, que mide el porcentaje de pases y los pasos que da cada futbolista; de la tiranía de los bajitos de pantorrilla gorda que conducen con la cabeza gacha, de todos los que quieren tener bajo control hasta el talento. De momento, Víctor Meseguer ya ha conseguido que recuerde a Javi Rey, sus partidos en La Condomina y al Murcia de mis 14 años. Y aquella tarde de 1996 en Pamplona en la que me acerqué a verlo jugar con el Getafe, con mucho frío, un examen al día siguiente y una severa resaca de whisky cola, enamorado de una muchacha con la que apenas me atrevía a hablar, pero a la que jamás he olvidado.
Real Murcia: Lejárraga; Armando, Antonio López, Edu Luna; Álvaro Rodríguez, Víctor Meseguer (Dorrio, 79'), Manolo, Iván Pérez; Peque, Víctor Curto (Juanma, 65') y Chumbi (Marcos Legaz, 82').
Gol: Chumbi.
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