Agradecimientos

Oliva B (@beandtuit)

Betis B, 2; Real Murcia, 1.
"Murió Maradona", nos dice Rafa a bocajarro por whatsapp, durante el descanso de un Betis B-Murcia que, hasta ese momento, iluminaba la tarde de este miércoles de finales de noviembre. Así lo dice Rafa, justo así, así de breve y así de bien: “Murió Maradona”, sin punto, sin rodeos, sin emoticonos, sin mierdas; como cuando tu madre o tu padre te despertaban algo antes de ir al colegio y te decían “ha muerto el abuelo”. Murió Maradona, dice Rafa, y lo escribe con acento asturiano, o al menos así lo lees tú, y piensas que un palo así es bueno que llegue a través de un ser querido y no de una alerta fría que salta a tu móvil o de alguna tontería frívola que te sorprenda en las redes. Murió Maradona, dice Rafa, y tardas unos segundos, esos segundos en los que la noticia pasa a ser algo más, en sentir ese maldito picor irrefrenable, esa congoja, esa emoción que nace entre el estómago y el pecho, depende del día, y siempre termina por empañarnos los ojos. Y entonces, justo antes de que salga la primera lágrima, huyes casi corriendo hacia el baño, porque Martín, contra todo pronóstico, aún no ha visto a su padre llorar y en ese momento, en la muerte del Diego en el descanso del Betis B-Murcia, decides que así debe seguir siendo, que esa no debe ser su primera vez. Para un niño de 8 años el llanto sigue siendo sinónimo de dolor físico, y uno llora cuando algo duele mucho, si te ponen una inyección en el médico, por ejemplo, o te duele la barriga o la cabeza y te pones malico, o te caes, o te das un golpe fuerte. Y Martín, en una de esas, todavía no te ha visto. Con un poco de suerte, un niño de 8 años apenas intuye el otro dolor, el dolor de verdad, y tú de momento has conseguido esquivar que te sorprenda en ese trance, milagrosamente, piensas, fingiendo ataques de tos, amagando con que algo tienes en las gafas o tirando de un dedo que acude eficaz al lagrimal, como Alkorta cuando iba rápido al suelo, y que frena con determinación la lágrima rebelde. Algún día sabrá que lloras, que lloras incluso bastante, que la vida a veces se va retorciendo hasta casi llorarla a diario, pero quizá la muerte del Diego no sea un buen primer día para eso, piensas, mientras intentas frenar el intenso chaparrón, quizá porque a ese profundo dolor por el Diego, inesperado a pesar de ser anunciado durante tantos años, se unen todas las lágrimas reprimidas en los últimos meses que no tienes más remedio que dejar caer. Pero es al salir del baño, con la gotera medio arreglada y los ojos preparados para afrontar a Martín, cuando piensas que más de medio mundo está también encogido, llorando al Diego como tú, todos a la vez; es entonces cuando piensas que esta es la última gran victoria de Maradona, una victoria más grande que ese segundo Mundial con el que soñaba; un triunfo absoluto, más valioso que los títulos, las victorias y los goles, el de hacernos felices, el de emocionar más que nadie, el de generar lágrimas suficientes para jugarle a la muerte de tú a tú. 

Murió Maradona durante un partido del Murcia, como si la vida quisiera reunir en la tarde de este miércoles de finales de noviembre todo lo que te mantiene unido al fútbol: la emoción, el talento, la nostalgia, la lealtad. Murió Maradona, dice Rafa en el descanso, y la segunda parte se convierte entonces en un duelo extraño, que ves de pie en el salón, entre los nervios y la congoja, y en el que solo perdemos por intentar ganar, como si fuera un homenaje de Adrián a Maradona y su grandeza, un grito contra la mezquindad y el conformismo, una declaración de guerra al cortoplacismo del empate, al puntico que tan miserablemente nos enamora: Adrián no es Salmerón, no, Adrián siempre mira más arriba, y quién sabe lo que puede llegar a ser si le damos tiempo. Después, la tarde se convierte en un largo velatorio, en el que al menos se juegan dos partidos más: el primero, entre Diego y sus jueces; el segundo, te enfrenta a ti contra tus ganas de llorar. El primer partido se resuelve rápido, por goleada. Como se esperaba, es un duelo de rivalidad histórica: el clásico de toda la vida entre los que se enamoran y los que no se enamoran, los que se emocionan y los que no se emocionan, los que sienten y los que se quedan en la orilla a mirar, esperando que la vida sea otra cosa. Y Maradó vuelve a ganar, a meter un último golazo a los mezquinos, a los sosos, a los tristes, que pronto vuelven a quedar retratados. Tu partido contra las lágrimas, en cambio, es a cara de perro. Resistes el asedio continuo desde el minuto 1, metes un central más mediada la primera parte, aguantas decenas de tiros a puerta, centres envenenados y córneres cerrados en contra. Te distraes con los deberes de Science y con unos minutos del Linares, pero la tarde es eterna, como si jugaras con dos o tres menos. Haces una tortilla de guisantes y cortas un tomate, te tomas un par de cervezas de más. Suenan en la tele recuerdos maradonianos, emociones de tantos años que resistes a malas penas; el ataque del llanto es ahora despiadado, cuando se acerca al final del partido. Piensas en derrumbarte, en mitad de la tortilla de guisantes, piensas en tirar la toalla y revelarle a Martín todo, entre lágrimas: esto es lo que hay, hijo mío, tu padre es un blando y la vida va de esto, de llorar por que se ha muerto Maradona, aunque no sea por que Maradona ha muerto. Pero resistes, no sabes bien si por cobardía o por valentía. Y ya queda menos. Te cepillas los dientes y te echas en la cama junto a él, esperando a que se duerma, y por suerte esta noche cae rendido. Y esperas a escuchar su respiración algo más fuerte, a sentirlo profundamente dormido, para bajar por fin los brazos, allí mismo, tumbado en su cama. Es entonces, mirando al techo, en una oscuridad casi absoluta, donde puedes recordar por fin al ídolo y proyectar las imágenes de tantos años. Todos los diegos, sus jugadas imposibles, su toque preciso y mágico, el Mundial 82, el Barça, la emoción del niño de 11 años que eras cuando Diego fue campeón en México, Napoli, aquel partido contra el Stuttgart, el pase a Caniggia contra Brasil en el 90, Sevilla, su regreso a Boca, el por las alegrías que le das al pueblo de Calamaro, esa extraña sensación de que Diego, aunque jugara en un equipo, jugaba para todos. Pisa la pelota Maradona, arranca por la derecha el genio del fútbol mundial y recorre una vida entera. Ta-ta-ta-ta-ta-ta. En corrida memorable, en la jugada de todos los tiempos. Y es entonces, mirando al techo, en esa oscuridad casi absoluta, cuando por fin puedes dar gracias por estas lágrimas. A Dios, o a Maradona, si es que alguna vez descubrimos que no son lo mismo.

Real Murcia: Pumpido; Cucciufo, Brown, Ruggeri; Giusti, Enrique, Batista, Olarticoechea (Trobbiani), Burruchaga; Maradona y Valdano.

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