Celebración


Oliva B (@beandtuit)

Lorca Deportiva, 1; Real Murcia, 2.

A principios de los 80, e incluso puede que algo más tarde, quiere sonarme que nadie hablaba de pinchazo cuando el Madrid o el Barça empataban en Valencia o en Zaragoza, o en Sevilla, en cualquier campo de Sevilla, o en Gijón; no digamos ya cuando sumaban un puntico en un campo vasco. Ni pinchazo, ni patinazo, ni capullos. Un punto era un positivo, un punto fuera era divino siempre. Un punto fuera de casa se celebraba. Quiere sonarme eso, o así lo recuerdo al menos; un recuerdo vago y lejano, claro, porque entonces yo era un niño, y un niño de antes, además, de una vida que iba mucho más despacio. Pero un niño, en definitiva. Un niño celebra los días, un niño celebra la vida, aún sin esos complejos retorcidos que te hacen dudar, que te hacen postergar la felicidad a un no se sabe cuándo; un niño se come las patatas fritas lo primero, sin reservar ningún momento feliz para más tarde; un niño estrena la camiseta nada más salir de la tienda, si no en la misma tienda, directamente desde el probador; un niño no escatima ni un abrazo, ni un beso, ni un te quiero. A principios de los 80, creo recordar, España empataba en Escocia y se celebraba, y si ganaba era prácticamente fiesta nacional. Ahora, ya sabes, es obligatorio ganar en Ucrania, “ganar y jugar bien”, llegué a oír en la previa en una emisora nacional. Sí, sí, en Ucrania, dijo un señor muy serio en esa emisora, un señor con aire de haber sido niño no hace demasiado tiempo, “hay que ganar y jugar bien”. Pero es algo que ahora oímos y apenas nos choca, es algo que forma parte del discurso aceptado, acaso porque en la última década hemos visto y oído de todo, y al final es imposible no contagiarse de ese nivel de exigencia, que nos hace creernos que todos somos la hostia, que todos somos un poco como Rafa en París. De pronto, en algún momento, fue un fracaso (no una decepción, ojo, un fracaso) no ganar ningún título, y llegamos a oír de algún equipo, en un tono casi lúgubre, que “sólo había ganado la Liga”. En esta década hemos visto a algún equipo que apenas celebraba una Copa del Rey (una COPA DEL REY, socio), hemos visto que se celebraba más el subcampeonato que el campeonato, porque los subcampeones al menos vivían la final como niños, mientras los campeones eran adultos serios, con muchas exigencias que no habían cumplido, demasiadas como para ser felices. Y de ese discurso, sin duda, nos hemos contagiado todos, de esa absurda exigencia adulta, de esos complejos retorcidos que nos impiden celebrar cada día como se merece. Es algo muy triste, es algo profundamente triste. No ser capaz de celebrar es algo mucho peor que perder. Y juraría, o eso creo recordar, que antes no ocurría tanto. No lo sé. Es probable que eso no fuera así, que siempre hayamos pecado de esa absurda prepotencia, que siempre hayamos tenido metido por el culo ese palo de severidad que no nos deja celebrar. Es probable que solo sea una sensación mía asociada a la niñez, a un pasado feliz en el que sabíamos celebrar. Pero ojalá pudiéramos recuperar algo de eso, sobre todo en este maldito año, sobre todo ahora que está prohibido celebrar y que los abrazos hay que darlos con cautela. Ábrete esta noche el mejor vino y estrena esa camisa que tienes guardada para cuando todo esto haya terminado. No escatimes un te quiero, al menos, ya que hay que limitar los abrazos y los besos. Y cómete primero todas las patatas fritas, como cuando eras un niño y no dejabas ningún momento feliz para más tarde. 

Ganó el Murcia en Lorca a un Lorca, pero poco se habló al día siguiente de la victoria y mucho de la celebración. Salieron las cámaras de la televisión autonómica a las calles de Murcia, supongo que con la esperanza de encontrar una aguja en un pajar, que diga un murcianista en las calles de Murcia, preguntando qué les parecía que el Murcia celebrara una victoria en Lorca, en Segunda B. Ganó el Murcia en Lorca a un Lorca, y ese Lorca nos recordaba, ya desde el principio, que probablemente en Lorca debíamos celebrar incluso una derrota. Porque en Lorca, contra un Lorca, no jugaba un Murcia. En Lorca jugaba el Murcia, el Murcia de siempre. Un Lorca tiene ahora inversores argentinos, y algún jugador de por allí también; un Lorca tiene ahora un Higgins en el mediocampo, un Lorca tiene a un Elyakim Musoni belga arriba, un Lorca tiene un buen equipo ahora, pero no dejará de ser un Lorca, una inversión, un negocio, un equipo que generará diez o doce abrazos cuando asciendan y ninguna lágrima al desaparecer. Frente a ese un Lorca, ese buen Lorca, el Murcia volvió a estar mal, a no encontrarse apenas durante la primera hora de partido; volvió a ser algo peligrosísimo en el fútbol actual y puede que en todos los fútbol, que es ser un equipo inconsistente, un equipo al que se le genera peligro en cualquier momento. Y sin embargo, ganamos. Como para no celebrarlo. Con siete murcianos en el once y un mallorquín que representa a la perfección lo que es el Murcia actual: un equipo aparentemente limitado pero que lo da todo, que no deja de sufrir, que lucha cada balón como si su futuro fuera en ello. Saltó Alberto Toril al cielo de Lorca y allí arriba, con su cuello descomunal, un cuello que a veces parece provisto de un par de cojones, enganchó un cabezazo memorable, de principios de los 80. Y fue justo entonces cuando vino la primera gran celebración de la tarde: no conozco a ningún murcianista que, mentalmente, no se quitara en ese momento toda la ropa y corriera desatado por el pasillo hasta la ventana más lejana, para poder desatar su rabia; no conozco a ningún murcianista que, mentalmente, no abriera de par en par esa ventana y gritando no se cagara, mínimo, en todo lo que se menea. El Murcia podía volver a ganar un partido, ocho meses después. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete y ocho meses, ocho, ocho meses después. Terminó el partido así, y así lo celebramos, aún desnudos. Era una victoria importante, que nadie sabe dónde nos llevará, que da un poco igual dónde nos lleve. El equipo saltó y bailó y cantó, y todo el murcianismo con ellos, sin excepción. Celebramos como niños, sin ninguno de esos complejos retorcidos que después nos condenan a una vida sin celebraciones, a una vida como la de la pandemia, aunque no hubiera pandemia. Fue la victoria más importante de nuestra historia. Y la próxima volverá a serlo. Y así seguiremos reaccionando, aunque no nos entiendan. En el fondo, más allá de que no entiendan al murcianismo ni lo que significa la lealtad sagrada a un equipo, me temo que han olvidado al niño que fueron. Hace demasiado tiempo que no se comen primero todas las patatas fritas, hace mucho que no rescatan al niño que todos llevamos dentro. Al niño que no escatima ni un abrazo, ni un beso, ni un te quiero; al niño que cada día se levanta feliz a brindar por la victoria, por el empate y por el fracaso.  

Real Murcia: Marcellán; Edu Luna, Antonio López, Baro (Miguel Muñoz, 85'); Sandoval (Junior, 85'), Abenza (58' Navas), Yeray, Youness, Iván Pérez (73' Pedrosa); Toril (73' Segura) y Chumbi.

Goles: Dos de Toril y uno de mi primo.

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