Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 2; Ucam Murcia CF, 1
“En una localidad de Toscana se están celebrando con solemnidad los funerales de un hombre muy rico. Antonio está presente en el funeral y, movido por una inspiración se pone a gritar que aquel muerto no puede ser enterrado en lugar consagrado porque el cadáver no tiene el corazón. Los presentes quedan turbados y comienza una encendida discusión. Finalmente son llamados los médicos, que abren el pecho del difunto. Efectivamente, el corazón no está en la caja torácica y lo encuentran en la caja fuerte donde conservaba el dinero”.
(De los Milagros de San Antonio)
¿Ustedes señores no intentarán en serio matar a mi hijo, verdad?, le dice la madre de Roger Thornhill (Cary Grant) a dos tipos en el abarrotado ascensor de un hotel neoyorquino, en una de las más memorables escenas de ‘Con la muerte en los talones’ (Alfred Hitchcock, 1959). La frase es una pequeña joya dentro de una película inolvidable, pero que podríamos volver a ver sin problema, y más en esta Navidad extraña que viviremos exclusivamente entre convivientes, salvo alguna justificada excepción, por nuestro bien y por el de todos los que nos rodean. La escena es de sobra conocida: Thornhill acaba de contarle a su madre, en una habitación de ese hotel, que unos tipos bien trajeados y de aspecto impecable lo habían raptado el día anterior al confundirlo con un tal Kaplan, obligándole a ir a una casa de lujo a las afueras, donde lo habían intentado matar emborrachándolo y montándolo en un coche. La madre, que conoce bien a su hijo, un publicista vividor que no sienta cabeza, no termina de dar credibilidad a la historia, que huele a excusa para justificar la aparente realidad: su hijo ha sido detenido por conducir borracho y ella ha tenido que ir a sacarlo del calabozo. Pero cuando Thornhill está intentando convencerla de la rocambolesca realidad, recibe una llamada: sus asesinos están en el hotel y suben a por él. Junto a su madre, intenta huir en el ascensor, en el que ya bajan 8 o 10 personas, pero antes de que se cierren las puertas son alcanzados por los dos tipos, que deben guardar la compostura en un lugar tan concurrido. Es entonces cuando la señora Thornhill lanza la frase: ¿Ustedes señores no intentarán en serio matar a mi hijo, verdad? Tras un silencio absoluto, los asesinos primero, y más tarde el resto del ascensor, con la señora Thornhill incluida, rompen a carcajadas, desternillados ante lo inverosímil de la pregunta, ante la disparatada ocurrencia de que en ese ambiente distinguido se encuentren dos asesinos. Es totalmente increíble. Tanto, que resulta cómico. Todos ríen, menos Thornhill, claro, que es el único que, aunque el escenario resulte disparatado, conoce la realidad: esos tipos no pararán hasta matarlo.
La Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM) es un negocio educativo portentoso, lleno de luces y sombras, probablemente como todos los negocios portentosos. Luces, sin duda, para la ciudad de Murcia, en forma de riqueza, de títulos universitarios, de empleo. Luces que aportan las grandes profesionales que trabajan allí y que la han hecho crecer en 25 años de manera fulgurante. Luces, por poner otro ejemplo, por su contribución al CB Murcia, al que ha consolidado en la ACB. También hay alguna sombra, pero no es esta crónica futbolera el lugar para volver a enumerarlas (acusaciones de baja calidad de algunos de esos títulos, o directamente de regalar otros, acusaciones de quitar y poner obispos, declaraciones homófobas, presuntas edificaciones ilegales). Sombras lógicas, además, en esos años complejos para los negocios portentosos, finales del siglo XX, principios del XXI, en los que era tan difícil distinguir entre corrupción y progreso, o entre bien propio y bien común. Son sombras, además, que acompañan al negocio desde sus cimientos como empresa: la UCAM pertenece a la Fundación Universitaria San Antonio; es una Fundación sin ánimo de lucro, con todo lo que eso conlleva. Una fundación sin ánimo de lucro que compite, y muy bien, además, en la liga del capitalismo feroz, del querer más, del crecer a toda costa, del agarrar cualquier terreno a mano, de ofertar cualquier carrera que suponga enriquecimiento rápido, pisando a quien haya que pisar, amenazando si hay que amenazar. Sin piedad (ni cristiana ni de otro tinte). Una apisonadora. Son un Mercadona disfrazado de Jesús Abandonado; compiten a muerte en la liga de ganar perras pero con las reglas de los que no quieren ganar perras. Y ese aroma de impostura recorre toda la institución, si nos paramos a pensarlo, incluso desde su nombre: Universidad (dirigida por el fundador de una academia que no cree en la ciencia) Católica (aunque sus valores son los de una Iglesia clasista a la que Jesucristo ni se acercaría) San Antonio (véase, en el milagro que encabeza esta crónica, cómo se las gastaba el discípulo de San Francisco) de Murcia (ciudad que le ha regalado lo que ha pedido, pero a la que se lo agradece amenazando sin parar con cambiar la sede fiscal si no le continúa regalando). El nombre perfecto, para el negocio perfecto, en estos tiempos de posverdad. Pero bueno, tampoco hay mucho que objetar a la falsedad, no nos vamos a poner ahora exquisitos: la ley no persigue el fariseísmo, y cada uno es libre de elegir su ética, su manera de actuar, en el mercado. La otra pata de la apariencia se alza sobre el mito de la Universidad del Deporte, claro. ¿Puede una universidad que cuenta con un gimnasio como instalación deportiva ser la Universidad del Deporte? Dejará de poder, hombre. Lo importante siempre será que lo parezca. Lo importante es decirlo, propagarlo y regalar camisetas. Tampoco faltará un título universitario para cada deportista español que gane una medalla olímpica. Títulos, los que sean, como para una boda, pijo, que son gratis. Dinero para esos deportistas tampoco mucho, ojo, que aquí estamos para ganar perras, no para gastarlas. Pero bajo el mantra de la Universidad del Deporte siempre es más fácil acercarse al poder y al dinero. Obtener recompensas, seguir creciendo. Como una apisonadora. Una empresa formidable que ha logrado extenderse a Cartagena, a Málaga, a Madrid, que no va a parar, porque si algo desconocían los pobres San Francisco y San Antonio es que esto del capitalismo va de crecer, de saber bien dónde está el negocio, los ingresos, el dinero. Como Mercadona. Y en el mundo del deporte, en España, el dinero de verdad solo está en el fútbol, en el fútbol profesional, en el fútbol de Primera. “Ni baloncesto, ni Mireia, ni capullos”. Cuando alguien cayó en la cuenta de eso en Los Jerónimos, casualmente, el Murcia había entrado en quiebra y el panorama de negocio futbolero en la ciudad de Murcia tenía pinta de despejarse bien pronto. Y parecía una inversión segura, en aquellos inciertos tiempos de crisis al terminar la primera década del siglo. Tebas y Roures empezaban a mover mucho dinero, Florentino recuperaba el Real Madrid y su palco y la UCAM empezaba a trazar bien sus movimientos, como siempre ha hecho: con muy buenas relaciones y algún convenio, siempre buenos convenios con federaciones, comités olímpicos, patronales de clubes; convenios, muchos convenios, que eso no hace daño a nadie. Que igual no es muy ético disputar competiciones organizadas por organismos con los que uno tiene convenios, ojo. Pero amigo. La ética para el que le guste. Que esto son negocios. Just business, que se dice en la huerta. Casualmente, al poco tiempo, el Murcia fue descendido en unas circunstancias que, al menos un par de jueces, vieron descaradamente persecutorias. La LFP había hecho un traje a medida para descender al Murcia, que en Segunda B no iba a poder levantar 50 millones de deuda. Casualmente, en un arranque de honestidad, quisieron hacer catedrático extraordinario de la UCAM al presidente de la LFP, pero Tebas, quizá más experto en cuestiones hipócritas, no aceptó el nombramiento. Ocurrió en el verano de 2016, justo cuando el Ucam CF iba a iniciar su primera temporada en la LFP. Con dos cojones y un palo, ojo: ahí no hubo sombra de impostura. Ahí le echaron huevos. Casualmente, el escudo del Murcia, patrimonio histórico de la Ronda de Garay, de todo un barrio, de una ciudad, se cayó un día del estadio de La Condomina al poco de prestársela; casualmente, jamás han invertido en publicidad en el Murcia (y mira que invierten en publicidad), a pesar de ser la institución con más socios de toda la Región, con más posibles estudiantes; casualmente, nunca han mostrado un mínimo de solidaridad con el primer club de la ciudad, centenario, patrimonio histórico y parte de su memoria colectiva, jamás han apoyado al equipo de la tierra, a pesar de que se supone que son una universidad, son católicos y son murcianos; jamás una muestra de cariño, más allá de algún tuit arrancado cuando absolutamente toda la sociedad murciana se había volcado con el Murcia para que no muriera, en una brillante ampliación de capital que llegó a más de 30.000 accionistas de 120 países del mundo. Es curioso: el mundo entero ha apoyado al Murcia menos una universidad católica de Murcia. Nadie les obliga a eso, faltaría más. Están en su derecho de hacer cualquier cosa, siempre que no se salten la ley. En su derecho de ser una apisonadora. Y que nadie se equivoque: en ese ascensor solo baja gente decente, hombre. Nadie quiere matar a nadie, es un disparate pensar algo así de gente tan distinguida. Ya lo dice la señora Thornhill. ¿Ustedes señores no intentarán en serio matar a mi hijo, verdad?
En el último partido de este maldito 2020, el Murcia recibió al Ucam de fútbol en un triste derbi que ya empieza a ser conocido como el antiderbi. Un derbi, dice la RAE, es un “encuentro entre dos equipos cuyos seguidores mantienen constante rivalidad, casi siempre por motivos regionales o localistas”. Pero el partido entre los dos equipos murcianos sólo tiene el componente localista, porque de constante rivalidad no hay rastro: la rivalidad no existe, o tiende a cero, lo que convierte el partido en un antiderbi por definición. La búsqueda de la rivalidad entre el Murcia y el Ucam es un invento, una colección de fotos forzadas y textos de ciencia ficción. Los reportajes de familias divididas por una pasión, en esta ciudad, son farsas. Para que existiera rivalidad deberíamos tener enfrente un equipo rival, un equipo de verdad, que despierte alguna pasión. El domingo el Murcia volvió a enfrentarse a un negocio, a una empresa, a un proyecto de hacer dinero. Just business. Un club que es puro fútbol moderno, de diseño. Pero qué fácil es diseñar un escudo o conseguir que te presten un estadio histórico (bueno, eso ya no es tan fácil, pero también se consigue), y qué difícil es apasionar a una hinchada. Con dinero es fácil comprar, pero sigue siendo jodido enamorar, y más si no tienes encanto. Ese es el primer gran problema de ese club: la falta absoluta de gracia. No tiene nada que enganche y ni siquiera en sus mejores triunfos ha llegado a conectar con la gente, a pesar de que ha tenido y tiene abonos casi gratuitos, en otra muestra de la competencia desleal que practica la fundación sin ánimo de lucro. Quizá un proyecto de cantera (se supone que sería algo lógico en una universidad) o con gente de la tierra; quizá un estilo atractivo, un algo que enganche, que atraiga, que enamore a alguien (ahí está, bien cerca, el dignísimo Ciudad de Murcia, que tiene algo de eso, y una señora hinchada). Pero no, qué va. Al contrario, como si el diseñador del club tuviera la sensibilidad de un buitre, la cantera está olvidada, de la tierra no juega ni el Tato; los proyectos no duran ni medio año, dinamitados por las urgencias de subir y hacer dinero, llenos de trotamundos de perfil mercenario, con 17 fichajes en verano y 8 retoques en invierno, más un carro de entrenadores que caen reventados con la impaciencia más rancia del sureste español, lo que suele derivar en un estilo de juego puro de la Segunda B más profunda, ramplón y pellejero, sostenido demasiadas veces, además, por sospechosos y continuos regalos arbitrales. Proyectos incapaces de generar simpatía, vacíos, porque el único objetivo es el negocio, el dinero rápido, la apisonadora. Y el negocio, de momento, es una ruina; una ruina bien cubierta por el resto del negocio, claro, todo sin ánimo de lucro, todo sin necesidad de dar cuentas. El otro problema del club, sin embargo, no es un fallo suyo, sino una anomalía inesperada: la capacidad de supervivencia del enemigo. El puto Murcia se resiste a morir. Y encima, con un giro de guion aún más imprevisto: frente al engendro capitalista creado, ha surgido el Murcia más cercano. El Murcia de la gente, el Murcia del pueblo. Un Murcia con más de la mitad de futbolistas de la tierra sobre el campo, un Murcia que por fin (la ruina obliga) mira continuamente a su cantera. Un Murcia gestionado por socios de toda la vida, con un proyecto más colectivo y participativo que nunca, rescatado e impulsado por el propio murcianismo. Un Murcia sentimental, que mira al futuro con memoria. Un Murcia dirigido por un cuerpo técnico murcianista, pero que no solo siente el escudo sino que está capacitado profesionalmente para derrotar, en una remontada soberbia, al líder invicto Ucam, con sus nóminas equivalentes a las de seis o siete de las nuestros. Pero en fútbol, afortunadamente, como bien sabe la portentosa empresa, no todo se puede comprar. El antiderbi, finalmente, se convirtió en un derbi: un derbi entre el fútbol que vive en el corazón de la gente y ese otro fútbol que vive exclusivamente para ganar dinero. Y terminó ganando el corazón. Pero pudimos perder. Y perderemos, lo normal será que perdamos muchos antiderbis, si seguimos jugándolos. Lo normal será que suban, y vuelvan a subir, y consigan que ese negocio, al llegar a Primera, tenga por fin una afición, y la empresa se convierta en un equipo de verdad. Lo normal será que el Murcia no pueda sobrevivir tantos años de agonía. Lo normal será que terminen por aplastarnos. Pero lo que no podemos permitir de ninguna manera es el silencio o la carcajada cuando la señora Thornhill pregunte en el ascensor. Esos señores de traje impecable quieren que el Murcia se asfixie, seguirán haciendo todo lo posible para que suceda, y lo quieren hacer con el silencio cómplice de toda una ciudad. Y esa victoria, la del silencio, que la tenían por segura, es la única que está en nuestras manos quitársela. Contaban con sus recursos para imponer su relato, con una buena tropa de soldados que guarda silencio ante el expediente Ucam CF, y que solo habla del tema para contar su película: "el problema del Murcia no es el Ucam". (Pocas voces valientes, como la de Francis Moya, desde Cartagena, en su artículo Ucam: llega la hora de repensar el proyecto [La Verdad, 1-3-2020], se han atrevido a señalar el sinsentido de ese club y nos han recordado, de paso, que el Periodismo es hoy más necesario que nunca). Contaban con ese silencio, contaban con la tradicional desidia del pueblo murciano para defender lo suyo, su patrimonio histórico y cultural, su identidad. Con que el murciano pronto dejaría caer al Murcia, como la huerta o el Mar Menor, por un puñado de euros. Y solo el tiempo dirá si sus cuentas fallaban, pero por el momento hemos conseguido volver a alargar el partido, al menos un año más. Una temporada más. Una Navidad más, aunque sea tan rara como esta que viene, que aprovecharemos para volver a ver ‘Con la muerte en los talones’. Una extraña Navidad que viviremos entre convivientes, salvo alguna justificada excepción, por nuestro bien y por el de todos los que nos rodean. Por el bien común. Seguramente esto del coronavirus trate de eso, de responsabilidad y sentido de comunidad, más que de frenar a las fuerzas del mal, a las que tanto alude el presidente de la UCAM. Quién sabe. Quizá las únicas fuerzas del mal que existen se encuentran en esa permanente y ancestral manía de pisarnos unos a otros.
Real Murcia: Tanis; Navas, Antonio López (Muñoz, 89'), Edu Luna, Álvaro Moreno; Abenza, Youness, Yeray (Sandoval, 45' [Curto, 70']); Haro (Pedrosa, 45'), Chumbi (Palazón, 82'), Segura.
Goles: Pedrosa (59') y San Víctor Curto (79').
Goles: Pedrosa (59') y San Víctor Curto (79').
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