Oliva B (@beandtuit)
Se llamaba José Luis Mengual y era maestro del colegio Cierva Peñafiel. También fue una figura clave del voleibol murciano, deporte por el que ha peleado, dentro y fuera de la cancha, desde todas las posiciones posibles. No sé mucho más de él, no he llegado a conocerlo más, pero sí lo suficiente para que esta última derrota encajada en el maldito 2020 duela en el alma y, sobre todo, para imaginar lo que dolerá a los suyos, a los que sí tuvieron la suerte de conocerlo. José Luis dejaba huella desde el primer día, que en mi caso fue el primer día de cole de Martín. Cuentan las crónicas que mi hijo, que era de los que empezaba el colegio con poco más de dos años y medio, se pasó aquellas pocas horas de la jornada de adaptación llorando sin parar. Cuando fuimos a recogerlo, su maestra nos contó que, como no dejaba de llorar, el profe de gimnasia lo había sacado al patio y allí se había calmado. Pero al devolverlo a clase, con la seño y sus compañeros, Martín volvía a llorar y José Luis, que era el de gimnasia, tenía que sacarlo al patio otra vez. No sabemos cuántas veces llegó a hacerlo, pero así debió de ser el primer día de clase de mi hijo: un constante ir y venir con uno de sus maestros para intentar frenar su desconsuelo. Y, ahora que lo pienso, casi todo lo que conocí de José Luis ya estaba ahí, en aquel primer día. Su alegría, su plena disposición, su encanto natural. Su voz rasgada y siempre animada, su sonrisa infinita en la boca que parecía brillarle en los ojos. Y una mirada positiva ante cualquier contratiempo. “Esto se le pasa en un par de días”, nos dijo aquel primer día. Pero no fueron ni dos: al día siguiente, Martín ya no lloró, y tengo claro que aquellos paseos por el patio con José Luis le dieron la vida. Unos días después, en la primera reunión de padres, llegó el flechazo definitivo, al hacer referencia al vestuario necesario para sus clases. “Camiseta blanca siempre, sea o no la del cole. Pero no la del Madrid, ojo. Ni la del Barça, ni la de ningún equipo. Salvo que sea la del Real Murcia, claro”. En ese momento, se hizo evidente: teníamos delante a un fenómeno, que no solo era un tío atento, alegre y encantador, sino que tenía los cojones de ser del Murcia en Murcia, algo que, como ya he contado por aquí muchas veces, resulta extraño en Murcia; casi exótico, atrevido, con un punto excéntrico. Pronto descubrió mi murcianismo y ese encuentro marcó desde entonces nuestra relación, que tenía esa complicidad casi inexplicable que nos da el murcianismo. Ese murcianismo que, más allá de cualquier desengaño deportivo, propicia pequeñas grandes amistades llenas de la ilusión que genera la resistencia; y que se alimenta de gestos, de guiños, de sonrisas determinadas y miradas llenas de detalles, ilusionadas en la victoria y esperanzadas hasta en la derrota. Empezó a leer estas cosas que pongo por aquí, y también algunas que pongo por allá; compró el libro que saqué con Luisma y se hizo fiel seguidor de Mondo Moyano. Le gustaba que diera caña, que intentara poner voz a ese murcianismo incondicional que tantas veces es golpeado incluso por el propio murcianismo. Le gustaba la marcha, la vida. Lo conocí demasiado poco, pero no tengo ninguna duda. Estoy casi seguro de que le gustaba bailar, de que era ese tío siempre necesario que se arranca a pedir la penúltima ronda. Lo conocí demasiado poco, pero lo suficiente para volver a comprobar que todos los jugones sonríen igual. Era uno de esos maestros que sigue siéndolo fuera del aula, siempre dispuesto a cualquier actividad, a organizar lo que sea, a trabajar para que la fiesta sea perfecta, para que sus chavales la disfruten más. No recuerdo un momento tenso, serio o desgraciado que no lo cerrara con una sonrisa. Era un ejemplo de entusiasmo, una cualidad que siempre ha estado ahí un poco relegada, como en la segunda división de las cualidades, continuamente desplazada por las clásicas, pero que con el paso de los años uno va valorando más, al menos en mi caso. Si el entusiasmo –“soplo interior de Dios”, en el origen griego de la palabra— no es la esencia de la vida, debe de estar cerca de serlo. Y José Luis era ante todo entusiasmo, entusiasmo peligrosamente contagioso, que ha ido extendiendo por los colegios murcianos durante más de 35 años. Y justo así, con entusiasmo, compartíamos nuestro murcianismo, casi a diario, al recoger a Martín del comedor, en un cruce apresurado de gestos, de guiños, de sonrisas determinadas y miradas llenas de detalles, junto a alguna que otra palabra suelta, de esas que un murcianista sabe descifrar sin más explicaciones. Recuerdo que el Ucam-Murcia de Chrisantus nos pilló en Segovia, en una salida de fin de semana con varios compañeros del cole de Martín. Y, en un lance del partido, la cámara enfocó a un hincha grana increpando en la banda a Isi Ros, que acababa de fingir algo. “Ese se parece mucho a José Luis”, dijo uno de los chavales que veía el partido conmigo. A la semana siguiente, en la fiesta de Carnaval, lo negó varias veces, a alumnos y padres, entre risas. Pero cuando nos quedamos solos, con su sonrisa infinita, esa que le brillaba en los ojos, me reconoció lo evidente: “Me saca de quicio, Oliva, no puedo aguantar a ese tío”. No era necesario que lo hiciera. Él sabía que yo lo sabía. No llegué a coincidir con él en la grada, era hombre de Fondo Norte, pero ese arrebato puntual, en La Condomina vieja, del profesor ejemplar que no puede contener su ira ante la injusticia creo que refleja bien lo que era José Luis. En la grada y en la vida.
Me lo crucé poco antes de empezar el curso, cerca de la puerta del cole, y me dijo que iba a ser tutor de quinto, que dejaba la Educación Física. Parecía estar bien, preocupado por el controvertido inicio de curso marcado por el virus. Después, en el primer día de comedor, al recoger a Martín, ahí estaba, organizando la compleja salida por la calle Echegaray, como siempre, al pie del cañón, implicado y dispuesto, haciendo mejor el colegio, su colegio. Y me esperé un poco al final para poder comentar algo de nuestro Murcia, en mitad de esa extraña pretemporada, un lunes en el que creo que acabábamos de ganarle al Hércules en un buen amistoso. Lamentamos lo de Juanma y Meseguer, pero ojo a Youness y Palazón, sí, sí, hay equipo, ojo a los zagales. Su voz rasgada, su sonrisa infinita reflejada en los ojos. Dicen que ya entonces tenía mala cara, pero joder, con la puta mascarilla y nuestras gafas empañadas quién reconoce una mala cara. Al poco tiempo me enteré de que estaba de baja, bastante jodido. Quizá fuera ya a mediados de octubre. Tenía cáncer, esa mierda que no conoce de pandemias a la que debemos llamar por su nombre, y mirar a la cara y desafiar con todo lo que esté en nuestras manos. Cáncer de páncreas. Celebró su 59 cumpleaños poco antes de Navidad. Su clase de quinto le mandó un vídeo para felicitarle la Navidad, al que José Luis pudo llegar a contestar con un mensaje esperanzador, del que hasta el final enseña a luchar hasta el final. Pero durante el último fin de semana de este puto año se empezó a ir. La última derrota del maldito 2020. No somos nadie, se dice en estos casos, pero no puedo estar más en desacuerdo con algo. Claro que somos. Se llama José Luis Mengual y es maestro del colegio Cierva Peñafiel, y la huella que deja no va a ser fácil borrarla. A mí me la ha dejado, y eso que apenas llegué a conocerlo. Imagino la que ha dejado en todos los suyos, familiares y amigos; imagino la que ha dejado en su mujer, la memoria eterna que deja en sus dos hijas y en su hijo; imagino la que ha dejado en sus compañeros a lo largo de toda su carrera. Imagino, sobre todo, la que ha dejado en los miles de alumnos a los que ha contagiado durante tantos años su entusiasmo, su amor por la vida.
Desde que supe de su muerte he sido incapaz de pasar por la puerta del colegio, que ya de por sí en vacaciones se convierte en un lugar triste y desierto, y que ahora sin José Luis se quedará brutalmente vacío incluso cuando se llene de niños. Durante la semana pasada evité pasar por esa puerta del comedor de la calle Echegaray, ni siquiera quise verla de reojo a través de la calle Santa Clara; y preferí bordear el Romea por delante, cruzar rápido pegado al Palacio Campuzano, como cagándome en la puta, maldiciendo el infernal 2020, con este último revés tan doloroso, esta muerte que va tan directa a la línea de flotación del entusiasmo. Pero esta tarde, al salir del trabajo, he pensado que necesitaba volver a pasar justo por ahí, cruzar la calle Echegaray como si fuera a recoger a Martín del comedor. No me he atrevido a mirar entre las rendijas de la vieja puerta, ni por esos pequeños huecos que quedan entre la verja y los cipreses, por si acaso veía a mi hijo con sus dos años y medio, secándose las lágrimas, acompañado por José Luis. Menuda conversación sería aquella; lo que daría por saber qué le dijo el veterano maestro a ese niño que apenas comprendía dónde estaba. Pero sí me he detenido junto a la puerta, medio minuto apenas, algo menos quizá. El rato justo para intercambiar un par de gestos y miradas, como en ese cruce apresurado que teníamos casi diario a la salida del comedor. Con su sonrisa infinita brillando en los ojos y su voz rasgada comentándome algo del próximo partido. Siempre del próximo partido.
Descansa en paz, maestro.
Así es y así era amigo Alejandro. Tengo grabado a fuego ese comentario que mencionas de las camisetas el primer día de presentación de los niños en el colegio, 3º de infantil. Vi chispa en ese hombre de aspecto serio, voz rasgada, y habla correcta, pausada, y formal, tal que me pareció que había que 'seguirle', como a esos futbolistas que hacen un trabajo espectacular en el campo pero sin alardes y que hay que fijarse en ellos para ver su labor encomiable e imprescindible...como tu Víctor Meseguer vaya!, figuras que puede pasar desapercibidas para mucha gente hasta que se van del equipo y entonces se echan en falta, había que conocerle y como bien dices le pudimos conocer demasiado poco.
ResponderEliminarJosé Luis no sólo educaba a los niños en su disciplina de Educación Física sino a tener hábitos saludables, ser ordenados, responsables, educados y mantener las formas, de hecho cual jugador polivalente durante muchos años estuvo en el comedor con ellos vigilando todo eso, y luego ejerciendo de forma magistral su entrega a los padres con un control absoluto (como si fuera de balón) sin fallo alguno...ponía su mirada chispeante en el padre, te señalaba y te daba al niño...eso sí no sin antes decirle algún chascarrillo o una caricia en la cabeza, y con una mirada cómplice que te decía ante un ‘adiós José Luis’ en lugar de 'nos vemos en los bares' 'nos vemos en el campo'.
La medida de la inteligencia está en la adaptación al cambio y su polivalencia llegó a tal que no se amedrentó cuando este último año el nuevo equipo directivo del colegio le colocó en una posición no demasiado natural para él, y a su edad lejos de bajar los brazos parecía con la ilusión y ganas de ese niño que comentabas en otro post ante unas patatas fritas...sin cejar además con su labor de campo de entregar niños; precisamente la última vez que le vi y saludé fue hace unos pocos meses precisamente entregándome a mi hijo, dándole ánimo dado que últimamente estaba saliendo un tanto alicaído y cabizbajo...qué grande! como si él no necesitara que se le jaleara desde la grada. Ahora estará seguramente viéndonos con su sonrisilla sentado en un fondo de la vieja Condomina, reconvertida en el gran Maracaná, celestial...otro más amigo Oliva para el ‘club de los Poetas’, pero mientras que nos acordemos de él cuando pasemos por la puerta del colegio y lo ‘veamos’ allí siempre seguirá vivo y presente su legado e impronta, así que Alejandro, no temas, mira cuando pases y mira sin miedo.
Gracias José Luis por todo, gracias Oliva por recordar a este gran maestro y mejor persona, y gracias por seguir escribiendo.