Tú no te preocupes

Oliva B (@beandtuit)

No quería yo tener una despedida de soltero y terminé tomando tres tazas. Afortunadamente, porque mi voluntad inicial, como casi siempre, estaba equivocadísima, y las tres despedidas resultaron soberbias e inolvidables, llenas de celebración y de amistad, dos de las cosas que más hemos echado en falta en este largo año. La última de las tres despedidas fue en Granada, un clásico, con el grupo de amigos que, por su origen, bauticé como los amigos de Yayo, aunque paradójicamente no pudo venir Yayo, al que le debo muchas cosas en esta vida pero ninguna tan valiosa como los amigos que me ha regalado. La última fue en Granada, un clásico, un seguro, el Busquets de las despedidas, y fue corta, de un día y una noche, lo que sin duda incrementa la intensidad de la celebración, pero también la desaceleración de esa intensidad, también conocida como resaca. Afortunadamente, el clásico granadino tiene un viaje de vuelta corto, pero la sensación es que el viaje de vuelta de una despedida se hace largo aunque se celebre en Monteagudo, y todo regreso se convierte en un ejercicio  de resistencia, de cuerpos al borde del colapso, entre la resaca, el sueño, el hambre y la sed, y sobre todo la ansiedad; con ganas de llegar y de no llegar a la vez, con la angustia del lunes acechando a la vuelta de la esquina, de un lunes que se convierte en un símbolo de la realidad frente a la magia de la celebración que termina. Pero en toda despedida siempre hay un último eslabón al que agarrarse, un as bajo la manga para apaciguar todos los fantasmas al menos unas cuantas horas más: la comida del domingo. Y fue ahí donde emergió la figura del capitán, que en ese equipo siempre ha sido Edu, indiscutiblemente, por veteranía y oficio, por carisma e ingenio, pero sobre todo por esa característica que convierte al capitán en Capitán: estar siempre ahí. Edu no fallaba, cuentan y contarán los amigos de Yayo, y he podido dar fe de ello desde que lo conocí, en la calle Cigarral, a la salida de un partido del Murcia de la 96/97, o puede que de la 97/98. Edu no fallaba, te dirán y seguirán diciendo, como si en cualquier córner en contra que la vida te lanza, pudieran mirar de reojo con cierta tranquilidad, porque allí siempre estaría Edu para defenderlos a todos, alto y grande, pero sobre todo con determinación, esa característica que convierte a un central bueno en uno extraordinario. Volvíamos de Granada rotos, pero aún nos quedaba la comida del domingo, y ahí apareció Edu, claro, que se pronunció alto y claro desde la salida: hoy pega un arrocico en la antigua carretera de Mazarrón. Y para allá circuló el ejército de zombies, arrocico, arrocico, arrocico, en tres o cuatro coches, antigua carretera, antigua carretera, aplaudiendo la propuesta, Mazarrón, Mazarrón, con absoluta unanimidad. El viaje de vuelta siempre se hace largo, pero todo se suaviza con la esperanza de un arrocico, aunque los cuerpos, después de 200 kilómetros, quedan por completo invadidos por ese mal del día después, que empieza por la cabeza y el estómago, pero termina por extenderse hasta el último rincón del cuerpo y necesita con urgencia, como receta general, de agua fría, quintos de cerveza helados y comida caliente. No recuerdo bien el merendero donde finalmente paramos, triturados por la ansiedad, pero sí cómo entramos: el capitán primero, como entraba John Wayne en las cantinas del viejo oeste, y yo flanqueándolo, haciendo los honores de despedido. Pero, justo al entrar, comprobamos el desastre cometido por no haber reservado: aquello era un llenazo a rebosar, un griterío loco e insoportable, un desfile de camareros agobiados sudando en febrero, sin apenas pasillos por donde pasar; un llenazo precovid de toda la vida, con aforo al 120 por ciento; un gentío histérico con platos de embutido y ensaladas sin dejar de circular, y una sensación áspera y segura de que allí no sería posible comer. Cualquiera, empezando por mí, hubiera huido de aquello con las orejas arrastrando, derrotadísimo. Pero Edu se hacía grande, aún más de lo que era, en esas situaciones, y supo llegar raudo al encargado, sin titubear. Y allí moduló su vozarrón, sacó su tono más meloso, ese que sacaba para negociar en cualquier frente, para decirle algo así como caballero, oiga usted, somos siete u ocho, diría, más o menos, y queremos comer un arrocico pero aquí parece que está la cosa complicada, intentaría explicar, y es una putada pero estamos de celebración y queríamos un arrocico, oiga usted. El encargado, que le llegaba a Edu por la cintura, escuchó su discurso sin llegar a mirarlo, asentía pero sin dejar de anotar cosas, o de asistir con ensaladas a algún camarero zagalón, sin parar, con nervio murciano, y con tres o cuatro en la barra que no dejaban de hablarle; no creo que hubiera nadie en el mundo más abrumado que aquel encargado en ese momento; como mucho, alguno podría igualarlo, quizá en algún mercadillo filipino de rebajas, pero nadie podría tener más tareas que aquel personaje afilado de frente empapada. Y entonces ocurrió. Fue como en esas películas en las que se para el mundo, y se hace el silencio y todo y todos se paralizan, menos los protagonistas de la escena. Un paréntesis. Un milagro. Así fue, así lo recuerdo, el momento en el que el encargado levantó su mirada, miró por fin a Edu y con un tono quebrado pero con una seguridad infinita le dijo: “Tú no te preocupes”.

En ese instante lo vimos claro los dos. No nos hizo falta decir nada, solo cruzar una mirada, un par de sonrisas cómplices. Aquel tipo acababa de resolvernos el misterio de la vida en cuatro palabras. Rápidamente nos encontró una mesa al fondo, divina, espaciosa y hasta con buena acústica, y comimos un arroz estupendo, con seis o siete tercios, algo de vino con gaseosa y un belmonte, pero los dos sabíamos que ese día nada alcanzaría ya la magnitud de aquella frase. Tú no te preocupes. Habíamos encontrado un maestro zen al pie de Carrascoy. No hubo ya conversación entre nosotros en la que no estuviera presente el tú no te preocupes en estos diez años: si el encargado de aquel restaurante podía sobrevivir a aquel infierno continuo con esa templanza, cómo no íbamos a intentar hacerlo nosotros. Y ahora que ya no podré decírtelo más, ni escuchártelo, solo me queda volver a esas cuatro palabras, a esa mezcla de tranquilidad y de resignación que las envuelven, a la serenidad de que solo hay una manera de aspirar a sufrir esta continua preocupación: de manera despreocupada. Tú no te preocupes. Lo pensamos incluso como eslogan cuando me propusiste llevar tu hipotética carrera política hacia La Moncloa, para que templara un poco tu ímpetu desbordante. En muchos clubes retiran la camiseta, pero en el de los amigos de Yayo han retirado el brazalete. Por carisma, por un ingenio que brotaba a la mínima para hacer de cualquier momento algo recordable. Cuánto diste a un puñado de tíos que no dejarán de hablar de ti, de contar las historias de Edu. Los escucho hablar y pienso si tuviste algún día anodino, amigo, si fuiste capaz de tener un día normal, si en tus días existía lo corriente. Ahora está de moda decir que cada día cuenta, pero tú viviste así sin que nadie te lo enseñara. Llegabas a un pueblo y en media hora tenías a los parroquianos comiendo de tu mano, haciéndote los coros de Eros Ramazzotti. Pura magia, puro carisma. Llegabas a Cracovia y al segundo día un chupito ya se llamaba Eduardo’s. Había una certeza, algo parecido a cuando Hagi estaba en el campo: si está Edu van a pasar cosas. Confío en que te quedaras durmiendo sin demasiadas preocupaciones, teniendo bajo control todos los demonios internos que nos machacan en silencio. La vida se parece bastante a una despedida de soltero corta. Y confío, aunque eso ya me cueste más creerlo, en que esta semana hayas aterrizado en algún merendero escondido, ahora abarrotado por la pandemia y sin apenas mesas libres, y que en ese revuelo de ángeles con jarras de cerveza, en mitad del griterío, un tipo con aire de San Pedro te haya dicho por última vez tú no te preocupes, antes de llevarte al fondo del local, a una mesa espaciosa y divina.

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