Vemos a la princesa Margarita pasar por delante de una sala donde la Reina Madre, que en su caso es madre a secas, se pone fina de bombones con un copazo en la mano, concentradísima ante un documental de animales de la BBC. Vemos a Margarita mirar fijamente a su madre, los bombones, el copazo, pero no llega a decirle nada. La vemos bajar las escaleras y salir por la puerta de Clarence House, escoltada por la servidumbre, donde un coche de la Familia Real la espera. Pero justo cuando va a entrar en el coche escucha, a su derecha, el rugido de la moto de su amante, el fotógrafo Antony Armstrong-Jones, dispuesto a darle un paseo alternativo al oficial. Margarita duda un instante, o eso parece. Mira a Armstrong-Jones en su moto, que sonríe desafiante con un cigarro en la boca. Mira el interior del Palacio, lo que representa (su madre, los bombones, el copazo, el documental de la BBC). Mira de nuevo al fotógrafo, que permanece ahí quieto, seguro de que la princesa se irá con él, como de hecho ocurre. Pero cuando por fin se decide, el gesto de Margarita es más resignado que alegre, más derrotado que jubiloso, sin apenas rastro de ilusión. Como si dijera “qué diablos, a la mierda”; como si dijera “qué cojones, me voy con este mismo”; como si dijera “a tomar por saco, esto es lo que hay”. La escena sucede en el capítulo siete de la segunda temporada de The Crown, pero se queda grabada en la memoria, como una gran jugada de un partido memorable. No es una escena romántica, porque Margarita sabe que no está, y probablemente nunca lo estará, enamorada de ese tipo, un granuja interesante que tampoco la quiere a ella. No es una escena feliz, porque Margarita sabe que está destinada a ser desgraciada, al menos mientras su satisfacción no dependa de lo que tiene o puede tener, que es mucho (recordemos: es Su Alteza Real la princesa Margarita, ojo), sino de lo poco que jamás podrá tener. Pero justo cuando la moto de Armstrong-Jones vuelve a rugir y acelera por fin, perseguida por el coche oficial, arranca también la música. Suena La Primavera, de Vivaldi, reinterpretada por Max Richter, y es entonces cuando nos entran las dudas. ¿Y si en ese momento la princesa es feliz de verdad? ¿Y si Margarita creía realmente que ese fotógrafo algo granuja podía acabar con su vida insatisfecha? ¿Y si la escena, sin ser romántica, es lo más romántica que puede llegar a ser esa escena? Suena la música de Richter por las calles grises y vacías del invierno londinense y se hace la primavera. Y la escena, de pronto, se llena de color, del sabor agridulce de la vida con todos sus matices. Suena la música de Richter, durante algo menos de dos minutos de paseo en moto, y entonces entendemos todo, o quizá más bien empecemos a no entender nada. Margarita sabe que será desgraciada y nosotros sabemos que lo será. Pero a pesar de eso, o precisamente por eso, no deja de agarrarse a ese paseo, al fotógrafo granuja y al instante para recordar, a la intensidad de la vida en primavera.
Han pasado ya ocho temporadas desde que nos dieron la patada al hoyo. Como en toda película de mafiosos, y esta lo es, el hoyo lo cavamos nosotros solos, pero la patada final nos la dieron. Y desde ahí abajo, malheridos, en las profundidades, no hemos dejado de mirar hacia arriba, a la espera del disparo final o de que nos entierren vivos, dudando incluso de si volveríamos a vivir más primaveras. Han pasado ocho temporadas desde que fuimos cuartos en Segunda y, a pesar de no haber descendido ningún año, ahora estamos en Cuarta. Cosas de las películas de mafiosos, quizá, como las que vemos semana tras semana en cada jugada dudosa. Pero lo sorprendente es que, incluso en las peores películas de mafiosos de Cuarta División, siempre regresa la primavera. Lo sorprendente es que bajamos las escaleras de Clarence House y siempre hay una motico esperándonos, siempre una posibilidad de escape. Siempre un puto motorista al que agarrarnos. Pasamos alguna temporada en la que teníamos claro que esa moto la pilotaban sinvergüenzas, pero allí que nos lanzábamos, por si acaso. También tuvimos esperando en la puerta tipos apuestos, como Tornel y su buena gente, su proyecto sensato que se suicidó en cuanto llegaron curvas. Llegamos a ilusionarnos sobre todo con don Adrián Hernández, cómo rugía la moto de Adrián, qué pinta tenía eso, cómo llegó a convencernos de que nos sacaría por completo del hoyo, de que podríamos ser felices; y nadie mejor que la pareja Manolo Molina y Mario Simón para relevarlo al mando, más prudentes, pero transmitiendo la misma seguridad que tanto necesitamos para circular. Pero al empezar esta extraña primavera, grisácea y fresquica, al bajar las escaleras de Clarence House y mirar a la derecha, hemos visto junto a la moto con el casco un tipo algo menos apuesto, que sabemos que no es fotógrafo, pero aún no podemos descartar que sea algo granuja, o al menos que parece mostrar esa castiza inclinación a chocar y rebotar del que lleva la nave murcianista, a dispararse en el pie como único proyecto deportivo. Una primavera más parece que iremos montados en una moto de rumbo incierto, que amenaza con estamparse por acelerar cuando no debe. Una primavera más nos montamos con un gesto raro, más resignado que alegre, con más miedo que ilusión, con la certeza de que cualquier derrota será una catástrofe, un griterío nervioso que en cualquier momento nos llevará al suelo. Pero allá vamos. Porque la moto la lleva un tipo que parece algo granuja, pero ahí siguen Molina y Simón, Serna y los Albertos, el capitán, Julio y Ganet, que se baja a presionar en cualquier semáforo, y Santi y Carrasco, y un zagalón que se llama Zeidane Innousa, que este sí parece acelerar justo cuando hay que hacerlo, y que si pones fuerte la música de Richter y cierras los ojos puedes llegar a verlo marcando el gol del ascenso. Así que a la mierda. Tenemos claro que siempre seremos unos desgraciados, al menos mientras midamos la felicidad por lo que nunca podremos tener. Pero qué cojones. Aquí estamos otra vez, montados en la puñetera moto, esperando que arranque. Ha llegado la primavera, ha llegado la luz brillante de las tardes en los partidos de final de temporada, la intensidad del fútbol a vida o muerte. Ha llegado la primavera, la superstición de los calzoncillos de la suerte, el ritual del belmonte en El Mochuelo, la esperanza y la desesperanza casi en el mismo minuto, el desasosiego continuo, la angustia de un córner en contra en el 88. Ha llegado la primavera y esto es lo que hay.
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