Crispación

Un campeón del mundo, cuando era insultado con cierta frecuencia

Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 0; SD Amorebieta, 0.

La ciudad indonesia de Malang, situada al este de la isla de Java, es una ciudad “agradable”, según recoge la Wikipedia, que fue en su día “el lugar de descanso preferido de los plantadores europeos en la época colonial”, ojo; y, sin duda para hacernos una idea más nítida de su encanto, la Wiki la llama ‘el París de Java Oriental’, cuidadito. El sábado 1 de octubre de 2022, en el Kanjuruhan Stadium de Malang, 131 personas murieron en un partido de fútbol disputado entre el Arema FC y el Persebaya Surabaya, el derbi de aquella zona, parece ser. Cuentan las crónicas que los aficionados del Arema FC, el equipo de la ciudad de Malang, el equipo del París de Java Oriental, ojo, no encajaron bien eso de perder un partido y saltaron al campo indignados a pedir explicaciones a sus jugadores por una derrota que, según parece, era terrible para ellos. Cuentan esas crónicas, escuetas, con ese aire sobrio del que lamenta la muerte de 131 desconocidos, los excesos de la policía, la mortífera estampida que taponó salidas, causando muertes por aplastamiento y asfixia, las investigaciones, cómo no, la búsqueda de responsabilidades y responsables, de culpables, de explicaciones, de cabezas de turco, o de indonesio, en este caso, que carguen con ese desastre ante la opinión pública. Pero, siendo necesario (por supuesto) que se investigue hasta el final cualquier error o exceso policial, lo que más me llamó la atención de aquellas crónicas, y de cualquier relato televisivo de aquellos días, fue que nadie se planteara ni se atreviera a criticar el absurdo origen de la muerte de 131 personas; nadie se planteó que por perder por tres goles a dos un partido de fútbol 3.000 tíos saltaran a un terreno de juego indignados con sus jugadores. No iban a pegarle al de enfrente, como siempre se ha hecho, ni siquiera al árbitro, no; eran 3.000 tíos del Arema, unos 6.000 huevos morenos aproximadamente, que consideraban que sus jugadores no debían haber perdido ese partido. No encontré que eso llamara la atención, y eso fue precisamente lo que me llamó la atención, esa normalización de la indignación; no escuché referencia a que esa crispación tonta y paleta que exigía a 11 señores no haber perdido un partido de fútbol estaba detrás de la muerte de 131 personas. De la muerte de 32 niños. Y pensé en esa crispación que nos recorre casi como ideología, en esa queja imbécil del que le pone pegas a todo; la crispación de ese tipo que, mientras le roban la educación pública y le engañan con el tren de alta velocidad, exige su derecho a que su equipo gane todos los partidos o a que el camarero no tarde en ponerle la cerveza. Les dijeron que el cliente siempre lleva la razón y lo entendieron regular. Algún científico social lo tendrá visto y analizado, me imagino, como la última fase del liberalismo individualista a saco, o algo así. O quizá simplemente es que cada día somos más gilipollas, y en todas partes, como un paso más de la globalización. Lo buscaré en la Wikipedia, que no suele fallar. 

La tarde del 21 de noviembre de 2021, el Murcia cayó en el Rico Pérez por 3-0 y un grupo de murcianistas desplazados a Alicante, bastante numeroso al parecer, insultó a todos sus jugadores por haber perdido un partido de fútbol. Mi amigo Pepe Castellanos, el más leal, curtido y auténtico de los murcianistas que conozco, me reconoció la semana siguiente, consternado, que era lo más triste que había vivido en un estadio, y ya no tuve que preguntar más, ya sabía lo que había pasado aquella tarde si Pepe me decía aquello; si Pepe había sentido aquello, aquello debió de ser algo vergonzoso y más allá. Pero no quedó solo ahí el bochorno, en el escándalo en caliente: en frío, en tertulias, en redes, se siguió dudando de la valía de unos jugadores que, no es que hubieran perdido 3-0 contra el Hércules, es que incluso habían jugado un buen partido aquella tarde. Tampoco paró el ridículo cuando el equipo reaccionó: lejos de disculparse, aquellos bárbaros, y los que aplaudieron aquella conducta, argumentaron que la reacción del equipo se debía a los insultos, que su indignación había provocado la mejora del equipo. A tanto llegó aquella estupidez repetida que Pablo Ganet, en la espléndida tertulia especial de El Post Grana en la Sala de Catas de Estrella de Levante, y después de referirse a aquel partido como su peor momento en el Murcia (no por perderlo, sino por los insultos recibidos), fue preguntado si, de alguna manera, aquello había servido para algo: para reactivar al equipo, para espolear, para animar a jugar mejor y a ganar más partidos. Y Pablo no dijo que no una o dos o tres veces, no. Pablo se tocó el pantalón, miró al tendido, como si fuera a tirar una falta, y negó aquello hasta siete veces, siete, con acento algecireño y gesto convencido. El héroe del ascenso, sí, siete veces lo dijo. Aquello no sirvió de nada, aquello fue casualidad. “Dentro del campo no sentíamos que estuviéramos haciendo las cosas mal para lo que luego pasó", explicó. Aun así, y por mucho que Pablo lo repita, sigue habiendo gente que piensa que aquello que ocurrió fue positivo, que aquello ayudó al ascenso, sin duda porque no hay nada más cómodo para llevar razón siempre que darle la vuelta a la realidad para adaptarla a tu forma de pensar. Y casi nadie ha pedido perdón por lo del Rico Pérez, casi nadie ha dado un paso atrás, al contrario: están esperando cada derrota para volver a indignarse. Ya ocurrió hace poco, cuando empatamos en El Paso y fallamos unos cuantos penaltis; ya volvieron los desprecios, incluidos al héroe del ascenso. No es algo nuevo (muchos ya insultaron a Kike García y a Saúl Berjón, entre otros, en Guadalajara, mayo de 2013), pero ahora da la sensación de haberse radicalizado, de que todo saltará en pedazos a la mínima, de no consentir una derrota, ni un empate, de que muchos juzgan a un equipo arruinado y moribundo con los criterios del más subnormal periodista de equipo grande en las tertulias chiringuitescas nacionales. 

Volví a recordar los insultos, la crispación, e incluso el Kanjuruhan Stadium de Malang, este domingo, poco antes del descanso del Murcia-Amorebieta, cuando un veterano aficionado que se sienta al otro lado de la escalerilla arrancaba con su hilo de recriminaciones hacia Mario Simón de cada dos semanas, con ese gracejo murciano rancio del que no ha tenido gracia en su vida. Luego, hacia el minuto 60, tras un pase horizontal, volvió a pedirle a Simón cambios, a llamarlo conformista con el empate, a despreciar a uno de los grandes protagonistas de que el escudo del Murcia pueda seguir soñando con sobrevivir. Entonces vi a mi izquierda a Martín cómo lo miraba fijamente, sorprendido e indignado a la vez. "Qué hostia le metería a ese tío", me dijo, bastante serio; y yo, después de afearle ligeramente la blasfemia al zagal, me di cuenta de que en el fondo llevo más de 15 años de Nueva Condomina con el mismo pensamiento en la cabeza. De que ninguno está libre de esta crispación que nos recorre. Y de que tenemos que ir a Elda a llenar las gradas de un murcianismo que no solo sabe perder sin crisparse, sino que sabe agradecer que este Murcia, insultado y vejado tras cada derrota, por fin puede soñar con pedir permiso para regresar a esa liga que nos expulsó hace ya casi nueve años.  


Real Murcia: Joao Costa; Javi Rueda, Alberto González, Íñigo Piña, Arnau Solá; Julio Gracia, Ale Galindo; Santi Jara (Loren Burón, 59'), Pablo Ganet (Armando, 76'), Pedro León (Carrasco, 76'); y Dani Vega (Zeidane Inoussa, 86').

Tarjeta amarilla a Martín (60').

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