1. Amanecía el domingo algo confuso, con un hola, hola que tenía un aire de adiós, o tal vez era con un adiós que recordaba demasiado a un hola, hola, no estaba claro; todo depende siempre de quién te lo cuente. Había muerto Pepe Domingo y con él de repente se marchaba casi una época, una manera de hacer radio; quizá con él se empezaba a marchar definitivamente la radio, al menos aquella que conocimos. [Qué mal ha sonado siempre cualquier intento de hacer la función de Pepe Domingo Castaño, qué manera de reinventar algo para lo que será insustituible]. Se marchaba Pepe Domingo, la persona y también el personaje, el de los goles, el de la emoción, el del espectáculo; el que conseguía que una motosierra pudiera sentirse especial, el que celebraba cada minuto del domingo como si no existieran los lunes, sin necesidad de opinar de todo (ni de nada), ni de criticar, ni de despreciar a nadie. La cara amable, la manera afectuosa de ver las cosas, tan necesaria siempre en un mundo en el que las hostias ya llegan solas. Cuánto buen rollo le debemos a esa persona que había detrás del personaje, cuántas sonrisas tontas en tardes de soledad o de resaca o de desesperanza o de todo eso junto. Si nuestra vida se resumiera concentrada en 24 horas, en algún momento sonaría una cuña cantada por Pepe Domingo. No lo volveremos a escuchar, pero lo seguiremos escuchando. Ante lo inevitable del adiós, no se me ocurre una mejor manera de tomarse la vida que con ese hola, hola constante, cariñoso, acogedor.
2. En el penúltimo capítulo de la primera temporada de la serie documental ‘Welcome to Wrexham’, la autora canadiense Liz Plank cuenta que durante la pandemia preguntó a muchos hombres, como experimento social, qué era lo que más echaban de menos del deporte en aquellos meses en los que desapareció por completo. No tardó en averiguar la respuesta: el primero al que se lo preguntó, dice, derramó una lágrima mientras respondía “hablar de ello con mi padre”. Lo que más echamos de menos, concluye Plank, no tenía nada que ver con el deporte en sí, sino con las relaciones que se establecen gracias al deporte. La pandemia nos desvelaba el gran secreto del hincha, lo que siempre hemos sospechado casi sin saberlo: el fútbol es una excusa. La serie, aparentemente sobre fútbol, trata sobre la pasión y el amor, sobre la tristeza, sobre la ambición, sobre los tropiezos y la desilusión, sobre los sueños de una gloria menor, sobre el compañerismo y la amistad que despierta y desata el Wrexham, el sexto club más antiguo del mundo, y cómo viven sus hinchas esa pasión en esta pequeña ciudad del norte de Gales tras la (sorprendente) compra del club por parte de los actores estadounidenses Rob McElhenney y Ryan Reynolds. La serie también muestra el proceso que viven los actores, americanos de pura cepa algo ajenos al fútbol y más aún a la manera británica de vivirlo, para convertirse en hinchas, ese enamoramiento, esa manera de atrapar y de comenzar a sentir algo diferente, ese cosquilleo, que normalmente suele heredarse y explicarse desde las raíces, pero que también puede atravesarte en cualquier momento y sin más explicación, como el amor. La serie, aparentemente sobre fútbol, termina reconciliándote con el fútbol, incluso con ese fútbol actual hundido en el fango del dinero sucio procedente de estados sin derechos humanos y en la mierda de tantos Rubiales sin destapar; en esa mierda que permite que un personaje tan canalla y zafio como Luis Rubiales pueda haber alcanzado una responsabilidad así. Ese fútbol actual hundido en el fango, pero en el que el dinero de McElhenney y Reynolds, el mismo dinero que hará posible el éxito deportivo del Wrexham, hace posible también, al menos, una serie para recordarnos que hay cosas mucho más importantes que el dinero.
3. De modo que durante la pandemia nadie echaba de menos ganar, según el estudio de la autora canadiense, y nosotros lo volvimos a recordar este domingo, en el no-partido de Ibiza: lo peor de la vida no es perder, sino dejar de jugar. Para el murcianismo, dejar de jugar para siempre ha sido una amenaza durante demasiados años, y quizá por eso cualquier suspensión nos desconcierta aún más. Y así amaneció este domingo, como en silencio, apagado, confuso, sin la ilusión de que el Murcia jugara a las 12, aunque perdiera, pijo. Durante la pandemia, cuenta Plank, nadie echaba de menos ganar, y eso que creíamos que el deporte se trataba de ganar. Pero ahora parece que lo hemos olvidado, como casi todo lo que vivimos en la pandemia, al menos en Murcia. La sed de ganar ha vuelto a sacudir a la ciudad perdedora. De ganar a cualquier precio, de ganar como sea, aunque haya que vender el alma que salvó al equipo; de ganar, de ascender cuanto antes, que ya está bien, de garantizar (sic) el ascenso, y si para eso hay que fichar a 24, se ficha a 24. Como si tienen que ser 54. En el primer partido en casa frente al Córdoba, nuestro exjugador Alberto Toril, ahora en las filas del rival, saltó al césped poco antes del partido y buscó con la mirada a algún excompañero a quien saludar: no tuvo esa suerte. Fue como si hubiera saltado al campo del AEK de Atenas y no del equipo en el que jugó hace apenas tres meses. Por suerte, pudo saludar a los empleados del club, a Morote, a Pereñíguez; por suerte hay un vínculo, un alma que no peligra, o no de momento, mientras ningún lumbreras le diga al presidente que hay un Pereñíguez nuevo, acaso en el Algeciras, que nos garantizará el ascenso desde la banda. Fichar a 24 jugadores es un sinsentido, se consiga el ascenso o no, ojo. Tiene sentido recuperar a Arturo y a Carrillo, todo el sentido del mundo; tiene sentido que vuelva José Ruiz, o reforzar con un buen central y un mediocentro con oficio, o apostar por un goleador. Pero no tiene ningún sentido que Toril no pudiera abrazar a Armando, a Casado o a Julio Gracia. Aunque ganemos todos los partidos. (Que puede que no sea el caso). Ganar es sólo lo más importante de las cosas que no son importantes. El próximo año, o en algún momento, deberíamos mirar por una vez algo más a lo importante.
4. No perdimos en Ibiza, ni ganamos. No jugó el domingo el Murcia, fue un domingo que se quedó silencioso y confuso, el domingo en el que un hola, hola parecía un adiós. El domingo en el que un adiós recordó mucho a un hola, hola. En el final de ese mismo capítulo de ‘Welcome to Wrexham’, en el que se indaga en esos vínculos personales que nos empujan a querer tanto el deporte, uno de los nuevos dueños del Wrexham, Rob McElhenney, recuerda los días en los que, al volver del instituto, jugaba al baloncesto con su padre. Cuenta el actor cómo intentaba vencer a su padre, que nunca le dejaba ganar porque es lo normal, a lo que nos impulsa el instinto, jugamos para competir, para ganar. Es mucho más tarde, años después, dice el actor, cuando te cuestionas todo eso, cuando te preguntas a quién cojones le importa quién gana un partido. “No recuerdo ningún partido en especial”, dice después McElhenney, y agacha un momento la mirada, emocionado, antes de volver a hablar a la cámara. “Sólo recuerdo jugar con mi padre”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario