El día después de Reyes de mi primer año como universitario, una tarde tonta de día festivo, creo recordar, en la que saltamos la valla del Colegio María Maroto para jugar una pachanga de futbito, me rompí el ligamento lateral externo del tobillo derecho, jugando de portero, en un córner al segundo palo. Corrían los años 90, así que escayola en Urgencias y diagnóstico con pocas dudas unos días más tarde: “Si quieres seguir jugando al fútbol sin esguinces, tienes que operarte”. No lo dudé, porque yo quería seguir jugando al fútbol. Tenía a la vuelta de la esquina los exámenes de febrero de una carrera que no me gustaba y encima tenía que estar unos meses tumbado en un sofá con la pierna en alto, o moviéndome en muletas hasta casi el verano, en el mejor de los casos. Parecía el fin del mundo, a punto de cumplir 19 años, encerrado en plena juventud. Pero a los pocos días de la operación, de alguna manera volví a plantearme todo lo que se me venía encima con otro enfoque: tenía a la vuelta de la esquina los exámenes de una carrera que no me gustaba pero iba a estar unas cuantas semanas tumbado en un sofá. Mi padre tenía más de mil películas en VHS y Canal Plus, con sus redifusiones, así que me hice a la idea de ver la vida pasar durante un tiempo desde el sofá a través de un montón de películas. Pero al final, más que un montón, lo que terminé fue viendo unas pocas pero muchas veces. Recuerdo bien la mañana en la que vi por primera vez ‘Un lugar en el mundo’, de Adolfo Aristarain, y cómo esa historia en una provincia del interior de Argentina me hizo la vida mejor tumbado en un sofá. Esa atmósfera, esos personajes, ese lugar desolado y que significaba tanto para alguien. La justicia frente a los atropellos del poder, la dignidad frente al interés económico, la lucha con sentido incluso cuando está todo perdido. Allí estaba casi todo, al menos para alguien que está a punto de cumplir 19 años tumbado en un sofá. Recuerdo pensar entonces –medio cojo, en mitad de una carrera que no me gustaba— que estaba lejos de tener un lugar en el mundo. Que, en todo caso, mi lugar en el mundo era ese sofá, tumbado, viendo ‘Un lugar en el mundo’.
Llegaba el filial del Betis a Nueva Condomina y quiso el club homenajear a Juanjo antes del inicio del partido, con motivo de la publicación del libro: Juanjo: el coloso inolvidable de Antonio Barceló. Juan José Díaz de Guereñu, Juanjo, casi nada. Su impecable planta en el césped me llevó de repente a La Condomina, la vieja, quizá lo más parecido a mi lugar en el mundo cuando vi por primera vez ‘Un lugar en el mundo’. Me llevó a aquellos años en los que el viejo estadio se caía junto al equipo y un chaval del barrio se acercaba a los partidillos de los jueves con la esperanza de que eso pudiera reflotar y el Murcia volviera a ser el de su niñez. Decir que Juanjo representa al Murcia se queda corto: Juanjo es todo en el Murcia, Juanjo es el Murcia. Decir que Juanjo fue un central de garra, fuerza y determinación se queda cortísimo, ridículo, porque Juanjo era garra, fuerza y determinación, claro, pero también fue un futbolista formidable, con una calidad técnica y táctica muy por encima de la de cualquier defensa de aquella época. Un central que venía de meter 16 goles con el Alavés en dos temporadas, ojo. Un central al que Clemente siempre quiso y del que hablaba como de un internacional (lástima que no fuera seleccionador cinco años antes). Juanjo, en el Murcia, fue todo y vivió lo mejor: llegó, subió, fue vital en nuestro mejor año en Primera, en nuestra mejor etapa, imprescindible. Juanjo es el Murcia, y por eso después también vivió lo peor: el descenso a Segunda, las lesiones, los impagos, los encierros, el descenso administrativo a la B, el descenso deportivo a la B, el descenso a Tercera en Gramanet. El Murcia quiso homenajearlo, pero se quedó en eso, en un querer y no poder, porque esa Condomina ya no es la de Juanjo, porque esa grada multitudinaria, rejuvenecida e ilusionada apenas podía reconocer que uno de los más grandes, sino el que más, estaba allí, emocionado. El segundo jugador con más partidos de nuestra historia (como Casillas, como Xavi, como Muniain). El que lo vivió todo. Lo mejor y lo peor, la gloria y el olvido. Se ha dicho demasiado que el Murcia vive de su historia, que sólo tiene pasado. Pero ahora sabemos que quizá sea al revés: lo más potente que tiene el Murcia es el futuro. Y en ese futuro tienen que ser cada vez más importantes en el club todos esos murcianistas que están recuperando el pasado. Tienen que traerlo de alguna manera a esa grada rejuvenecida e ilusionada. Es vital de cara al futuro en un equipo tan acostumbrado a repetir cíclicamente sus errores.
Dos semanas antes, para la visita del Mérida, el club lanzó un magnífico vídeo por redes sociales en el que reivindicaba lo bonito que es un día en Murcia cuando juega el Murcia durante la Feria de Murcia. Nos lo cuenta José Antonio Paredes, histórico murcianista, mientras pasea por las calles de la ciudad de la mano de su hija, antes de ir al fútbol, en un paseo que discurre por muchos lugares (el río, Belluga, Trapería) pero también por el tiempo; un viaje nostálgico sin duda a los años en los que José Antonio daba esos paseos con su padre. El vídeo, de poco más de un minuto, es tan completo que, como en las buenas películas, tiene un giro complejo hacia la mitad, un zarpazo de tristeza, o quizá de película de terror. De repente, en su día perfecto por Murcia y su pasado, José Antonio tiene que enseñarle a su hija La Condomina y no puede hacerlo de frente. Todo lo bueno y esperanzador del día, la luz, la juventud, la sensación de que estamos más cerca de volver a ver al mejor Murcia de la historia, queda marcada por la tristeza de ese plano en el que Paredes muestra a su hija La Condomina de refilón. Nuestro lugar en el mundo está ocupado, como una patada más de la ciudad a su patrimonio histórico. A su memoria. Hemos conseguido tener futuro, que el escudo sobreviva, pero nos queda esa herida del pasado, una herida enorme en mitad de la ciudad. Cómo sería poder pasear por nuestro pasado sin agachar la cabeza, sin rodeos, sin tener que mirarlo de refilón por un lateral. Fue al ver esa imagen cuando me acordé de aquel día después de Reyes, de la rotura del ligamento lateral externo en el Colegio María Maroto, en un córner al segundo palo antes de los exámenes de febrero de una carrera que no me gustaba. Cuando me acordé de ‘Un lugar en el mundo’ tumbado en el sofá. Todo estaba allí: la justicia frente a los atropellos del poder, la dignidad frente al interés económico, la lucha con sentido incluso cuando está todo perdido. Todo está en Juanjo: los mejores años, los peores, su gesto emocionado en una Condomina que no es la suya. Es el Murcia. Y quizá lo único importante ahora mismo sea encontrar por fin nuestro lugar en el mundo.
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