El Juego

Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 0 ; Marbella FC, 0

Lo primero siempre es el juego. El instinto, las ganas de correr, de reír, de pegarle a una pelota o a lo que sea. Lo espontáneo en cualquier ser humano. Anterior a cualquier cultura, dicen. El juego siempre es lo primero. Cuando Martín tenía 4 o 5 años, empezamos a bajar a las plazas del barrio con un balón a pegar unos tiros, a regatearnos, a jugar partidillos, centros, de todo. Nos vestíamos de futbolistas, por supuesto, aunque a veces fuera poco más de media hora y en condiciones precarias (el único espacio verde del barrio sigue okupado, o ucampado, en este caso). Un día de esos, cuando Martín era muy pequeño, en la plaza del Museo de Bellas Artes, que era nuestro estadio olímpico, el balón salió despedido hacia la calle Obispo Frutos con tanta fuerza que di por imposible rescatarlo antes de que llegara a la calzada. Confiaba en recuperarlo al otro lado de la calle pero, de repente, apareció por la izquierda un autobús a cierta velocidad y sin intención de frenar. Fue como en una película de esas en las que el tiempo se para y la acción se congela unos segundos a cámara lenta. Martín y yo. El balón y el autobús. El autobús y el balón. Destinados a encontrarse. El balón que se va frenando, como para llegar en el momento justo. El autobús que no frena. El impacto perfecto, de lleno. ¡Zummm! Un golpe seco, casi silencioso, como el atropello de un animal al que no le da tiempo ni a gritar. Entonces padre e hijo nos miramos, sólo un instante, mientras el bus se alejaba del lugar del crimen. Y Martín rompió a llorar, claro. Desolado, rotísimo, como si, de hecho, fuera un ser vivo el que hubiera fallecido atropellado. “No era un gran balón, Tino”, le dije, intentando consolarlo, aunque en realidad sí lo era: era uno de esos balones baratos pero divinos para jugar con un niño de 5 años. “No es tu balón de La Liga”, quise seguir razonando, “tú no te preocupes, tenemos muchos balones para jugar, podemos comprar más, no llores por esto, hombre”. Pero me equivocaba. No le preocupaba el balón, no era la pérdida material, no lloraba por eso. “Pero ahora cómo vamos a jugar”, me dijo por fin, aún con lágrimas en los ojos. Entonces sonreí aliviado: al tío sólo le preocupaba seguir jugando en ese momento. Sólo lloraba por si el accidente implicaba el final del partido. Lloraba por dejar de jugar. Todavía algo afligidos, subimos a casa rápido a coger otro balón, tal vez el de La Liga, y a los tres minutos el partidillo se había reanudado con la misma ilusión de siempre. Ojalá pudiera volver a jugarlo una y otra vez. 

Después del juego viene todo lo demás. Y lo que seguirá viniendo. El espectáculo, los fichajes, los jugadores, las camisetas. El calendario, las ligas, la Champions, los títulos, los ascensos y los descensos. El ambiente, las gradas, los colores. Todo lo que no es juego. El dinero, las apuestas. Los cromos, los videojuegos. Ganar, empatar y perder, sobre todo, y el miedo a perder. La defensa de cinco, el doble pivote, el falso nueve. La preparación física, el scouting ese, la tecnificación, la IA, imagino. Las crónicas, los podcast, los vídeos, el tiktok. Y antes de todo eso, también, la pillería. Quizá vino pronto, quizá fue lo siguiente al juego. La pillería propia del juego y la que nada tiene que ver con el juego. El engaño, la caída, el grito, la lesión fingida, el tiempo de partido sin juego. El meter el culo al rival y caerse. Y otro gritito.  Y las asistencias médicas. No, espera, que está bien. Y el volver a caerse. Otro minuto. El fútbol sin juego. El otro fútbol, lo llaman. Todo lo que hemos ido aprendiendo para intentar ganar partidos más allá del juego. Todo eso que, después de más de 160 años de fútbol, alcanza hoy unos niveles de excelencia que amenazan al propio juego. Ahora el viejo y falso debate entre jugar bien o ganar se ha simplificado aún más: ahora se trata de jugar (bien o mal) o de ganar sin (apenas) jugar. De intentar jugar al fútbol o al engaño. Llevado al extremo, nos encontramos ante ese dilema que a todos se nos ha planteado alguna vez cuando el otro equipo se retrasa y parece que no llega: ¿Qué prefieres, ganar el partido por incomparecencia del rival o jugar? ¿Qué prefieres, jugar o ganar? No he conocido a ningún niño que elija ganar y qué pocos adultos elegirían jugar.

El Murcia recibía el domingo al Marbella en Nueva Condomina y, contra todo pronóstico después de los titubeos de los últimos partidos en casa, desplegó su mejor juego. De largo. No fue por casualidad, ni por arte de magia, sino por la insistencia de Fran Fernández en llenar el centro del campo de futbolistas a los que les gusta jugar. Es fijo Juan Carlos Real, un jugadorazo del que ya sabíamos casi todo, y se está haciendo el hueco Joâo Pedro Palmberg, un chaval al que sólo hay que ver cómo recibe el balón para saber que lo quiere, que se lleva bien con él. Al que sólo hay que ver su zancada para saber que hay futbolista. Pero sobre todo, y por encima de todos, el Murcia de este año promete ser un equipo jugón por Moha Moukhliss, un centrocampista de esos que salta al césped a jugar al fútbol, a jugar en ese sentido primitivo del juego. Un auténtico lujo, no ya para Primera Federación, sino para el fútbol actual. Una maravilla de futbolista que disfruta del juego los 90 minutos, como el niño que baja a la plaza y no quiere dejar de jugar. El domingo volvió a dirigir al equipo con maestría, y con la dificultad añadida de tener enfrente a un equipo que no quería jugar. El Marbella lo hizo bien, a pesar de no querer jugar, lo hizo todo dentro de la legalidad, en ese límite entre el engaño y la tomadura de pelo ya tan integrado en el fútbol que los árbitros terminan por aceptar. El otro fútbol, lo llaman. Ya está en todas partes, ya no es cuestión de categorías más bajas o países sudamericanos, ya se ha extendido a casi todo el planeta y a todas las categorías. Aunque alguno sólo se indigna cuando se enfrenta a Bordalás, la deriva ya alcanza a todos los equipos, en mayor o menor medida. Hasta al nuestro, hasta al tuyo. Y, si no queremos quedarnos sin juego, en algún momento habrá que hacer algo para atajarlo. No sé qué, no sé cómo. No es cuestión de añadir 16 minutos de descuento, que terminan siendo más minutos de engaño y pillería. Pero algo. Educando de verdad en el fútbol base o interviniendo desde la International Board con esa tarjeta azul que no termina de llegar. No sé cómo, pero algo hay que intentar para que el fútbol recupere esa nobleza que tuvo en su origen, o al menos no la pierda por completo. Algo para que el juego vuelva a ser lo primero, antes de que ese autobús que viene a cierta velocidad por la izquierda destroce el último balón que tenemos en casa. 


Real Murcia: Gazzaniga, Jorge Mier, Alberto González, Antxon Jaso, Cadete; Moha Moukhliss, Larrea (Palmberg, 48'); David Vicente (Pedro León, 55'), Juan Carlos Real (Loren Burón, 74'), Toral (Rojas, 74'); y Carrillo (Pedro Benito, 55').

Lateral



Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 3 ; AD Alcorcón, 1

Soy lateral. Lateral a secas, me vale cualquier banda. Es más, desconfía siempre de alguien que te diga que es lateral derecho o lateral izquierdo. Mucho cuidado con él, porque es posible que no estés hablando con un lateral auténtico, sino que se trate en realidad de un interior, o de un tipo con alma de extremo, o de algo incluso peor: de un carrilero. Un lateral es un defensa que prefiere mantenerse un poco al margen. Pero siempre será un defensa. La única alternativa para el lateral puro, en caso de extrema necesidad, sería ser central, central marcador, a la antigua usanza. Pero nunca terminaría de sentirse cómodo, porque su naturaleza rechaza todo ese protagonismo que discurre por la franja central del terreno de juego. El lateral quiere jugar, pero prefiere ese lugar secundario del campo; formar parte del equipo, vivirlo plenamente, ayudar en defensa sin descanso y siempre que sea necesario, pero sin que se note demasiado. Vivir en un lugar en el que no haya que tomar decisiones demasiado importantes y los errores no sean imperdonables. Un lugar donde se pase menos miedo. 

Regresé a Pamplona este fin de semana y, entre otras muchas cosas, recordé aquellos memorables partidos del Trofeo Rector en los que llegamos a armar un equipo de fútbol interesante, aunque nunca llegáramos a ganarlo, claro. No sé en qué momento, ni cómo ni por qué, acepté ser entrenador de aquel conjunto de aspirantes a periodistas que nos hizo disfrutar tanto. Alineador, más bien, en un equipo que no entrenaba. Y alineador-jugador, por supuesto. Yo había jugado casi siempre al fútbol sala de defensa, de cierre, pero en el momento de tener que jugar en un campo grande siempre me ponía de lateral, quizá porque el fútbol es un juego que hay que tomarse en serio. Decidí ser lateral. Este fin de semana, al pasear por esos caminos del Campus que bajan hacia el campo de fútbol, me acordé de aquellos partidos de lateral. Y de las decisiones que tomamos a los 20 años, y a partir de ahí sin parar, continuamente, sin previo aviso de que a veces no hay marcha atrás. La vida es un partido de fútbol corto en el que cuando te llega un balón tienes que hacer algo. Quizá fue entonces cuando decidí ser lateral en general, vivir en ese lugar secundario del campo, porque mi naturaleza rechaza todo ese protagonismo que discurre por la franja central del terreno de juego. Quizá podía haber sido un buen central, me pregunto ahora, pero siempre me ha dado miedo jugar ahí, donde las decisiones son demasiado importantes y los errores son imperdonables. Donde, tarde o temprano, termina empujándote la vida.

A finales de mayo me llamó Carlos Marañón para jugar la Eurocopa de escritores en Berlín con La Cervantina, la selección española de escritores. Aunque no me considere escritor, llevara diez años sin jugar al fútbol y tenga serias dudas sobre mi condición de español estándar, a mi amigo sólo podía decirle que sí. Me llamó por ser mi amigo y porque necesitaba un lateral. Lo primero es una de las mejores cosas que me han pasado en la vida, pero lo segundo también me hizo ilusión. Un lateral. A secas. Llegué a Berlín pensando que iba a jugar muy poco, casi nada, sólo en caso de emergencia, pero allí me di cuenta de que Marañón me había llamado para jugar. De que pronto me llegarían balones con los que tendría que hacer algo, mientras varios escritores ingleses y austriacos se lanzarían sobre mí. También comprobé que todo estaba hablado y en orden: el míster, Pedro Zuazua, me dijo que contaba conmigo como lateral. Y que Zuazua, sorprendentemente, era muy de laterales; un tipo al que no le importa llenar el campo de laterales, de secundarios que quieren ayudar en defensa sin descanso y siempre que sea necesario. Soy lateral, me dije tras el primer partido. Soy lateral, me dije después del segundo y del tercero, hasta que fui un lateral lesionado. Disfruté jugando, sobre todo porque el equipo tuvo el equilibrio perfecto entre futbolistas que se ofrecen, que quieren siempre la pelota, y los que se matan por recuperarla, por ayudar, por ayudarte. Llegué a Berlín con la idea de que iba a jugar con una selección de escritores y me fui con la sensación de que había formado parte de un equipo de fútbol. También me fui con las mismas dudas sobre mi condición de escritor y de español, y con ninguna sobre la de futbolista: no lo soy. Pero soy lateral.

Para recibir al Alcorcón, Fran Fernández decidió cubrir las bajas en las bandas incorporando un segundo lateral por la derecha, y la decisión fue abierta y casi unánimemente contestada por la afición, que ya venía caliente por tres resultados adversos. Es un mundo demasiado encorsetado (y resabiado, y áspero, y caliente, y nervioso) para entender que un entrenador, a veces, tiene que tirar de doble lateral. Yo, al leer la alineación, en cambio, recordé al Murcia de Vidal, que por alinear a los 11 mejores terminó jugando todo el año con Maciel y Juanma, doblando el lateral, que estuvieron sublimes, decisivos en defensa y en ataque. Ellos eran defensas más puros, que incluso podían jugar de central, no como los Jorge Mier y David Vicente del Murcia actual, ambos con un pie siempre en campo contrario. Pero con alma de lateral. Con ese punto de solidaridad del secundario siempre dispuesto, de defensa que prefiere mantenerse un poco al margen, ayudando sin descanso y siempre que sea necesario, pero sin que se note demasiado. Volvía de Pamplona con Yayo escuchando el partido y todo estaba en el horizonte, el pasado y el futuro. Las decisiones tomadas, los miedos, el Murcia, el lugar al que tarde o temprano nos empujará la vida. Las dudas sobre jugar en un sitio o en otro, que algunos nunca tendremos despejadas. Todos los balones que recibimos. La sensación de que hay que salir a jugar, sea de lo que sea, de lo que nos toque. Pero siempre tienes que salir a jugar. Siempre. Aunque tengas que tirar de doble lateral de vez en cuando.

Real Murcia: Gazzaniga; Jorge Mier, Alberto González, Jaso (Saveljich 82'), Cadete; Yriarte, Moha; David Vicente (Larrea 82'), Juan Carlos Real (Palmberg 74'), Pedro León (Toral 62'); y Carrillo (Cadorini 74').

Goles: Un lateral metió el segundo.

Un lugar en el mundo


"Me gustaría que me dijeras cómo hace uno para saber su lugar. Yo por ahora no lo tengo. 
Supongo que me voy a dar cuenta cuando esté en un lugar y no me pueda ir."




Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 0 ; Betis Deportivo, 1

El día después de Reyes de mi primer año como universitario, una tarde tonta de día festivo, creo recordar, en la que saltamos la valla del Colegio María Maroto para jugar una pachanga de futbito, me rompí el ligamento lateral externo del tobillo derecho, jugando de portero, en un córner al segundo palo. Corrían los años 90, así que escayola en Urgencias y diagnóstico con pocas dudas unos días más tarde: “Si quieres seguir jugando al fútbol sin esguinces, tienes que operarte”. No lo dudé, porque yo quería seguir jugando al fútbol. Tenía a la vuelta de la esquina los exámenes de febrero de una carrera que no me gustaba y encima tenía que estar unos meses tumbado en un sofá con la pierna en alto, o moviéndome en muletas hasta casi el verano, en el mejor de los casos. Parecía el fin del mundo, a punto de cumplir 19 años, encerrado en plena juventud. Pero a los pocos días de la operación, de alguna manera volví a plantearme todo lo que se me venía encima con otro enfoque: tenía a la vuelta de la esquina los exámenes de una carrera que no me gustaba pero iba a estar unas cuantas semanas tumbado en un sofá. Mi padre tenía más de mil películas en VHS y Canal Plus, con sus redifusiones, así que me hice a la idea de ver la vida pasar durante un tiempo desde el sofá a través de un montón de películas. Pero al final, más que un montón, lo que terminé fue viendo unas pocas pero muchas veces. Recuerdo bien la mañana en la que vi por primera vez ‘Un lugar en el mundo’, de Adolfo Aristarain, y cómo esa historia en una provincia del interior de Argentina me hizo la vida mejor tumbado en un sofá. Esa atmósfera, esos personajes, ese lugar desolado y que significaba tanto para alguien. La justicia frente a los atropellos del poder, la dignidad frente al interés económico, la lucha con sentido incluso cuando está todo perdido. Allí estaba casi todo, al menos para alguien que está a punto de cumplir 19 años tumbado en un sofá. Recuerdo pensar entonces –medio cojo, en mitad de una carrera que no me gustaba— que estaba lejos de tener un lugar en el mundo. Que, en todo caso, mi lugar en el mundo era ese sofá, tumbado, viendo ‘Un lugar en el mundo’.

Llegaba el filial del Betis a Nueva Condomina y quiso el club homenajear a Juanjo antes del inicio del partido, con motivo de la publicación del libro: Juanjo: el coloso inolvidable de Antonio Barceló. Juan José Díaz de Guereñu, Juanjo, casi nada. Su impecable planta en el césped me llevó de repente a La Condomina, la vieja, quizá lo más parecido a mi lugar en el mundo cuando vi por primera vez ‘Un lugar en el mundo’. Me llevó a aquellos años en los que el viejo estadio se caía junto al equipo y un chaval del barrio se acercaba a los partidillos de los jueves con la esperanza de que eso pudiera reflotar y el Murcia volviera a ser el de su niñez. Decir que Juanjo representa al Murcia se queda corto: Juanjo es todo en el Murcia, Juanjo es el Murcia. Decir que Juanjo fue un central de garra, fuerza y determinación se queda cortísimo, ridículo, porque Juanjo era garra, fuerza y determinación, claro, pero también fue un futbolista formidable, con una calidad técnica y táctica muy por encima de la de cualquier defensa de aquella época. Un central que venía de meter 16 goles con el Alavés en dos temporadas, ojo. Un central al que Clemente siempre quiso y del que hablaba como de un internacional (lástima que no fuera seleccionador cinco años antes). Juanjo, en el Murcia, fue todo y vivió lo mejor: llegó, subió, fue vital en nuestro mejor año en Primera, en nuestra mejor etapa, imprescindible. Juanjo es el Murcia, y por eso después también vivió lo peor: el descenso a Segunda, las lesiones, los impagos, los encierros, el descenso administrativo a la B, el descenso deportivo a la B, el descenso a Tercera en Gramanet. El Murcia quiso homenajearlo, pero se quedó en eso, en un querer y no poder, porque esa Condomina ya no es la de Juanjo, porque esa grada multitudinaria, rejuvenecida e ilusionada apenas podía reconocer que uno de los más grandes, sino el que más, estaba allí, emocionado. El segundo jugador con más partidos de nuestra historia (como Casillas, como Xavi, como Muniain). El que lo vivió todo. Lo mejor y lo peor, la gloria y el olvido. Se ha dicho demasiado que el Murcia vive de su historia, que sólo tiene pasado. Pero ahora sabemos que quizá sea al revés: lo más potente que tiene el Murcia es el futuro. Y en ese futuro tienen que ser cada vez más importantes en el club todos esos murcianistas que están recuperando el pasado. Tienen que traerlo de alguna manera a esa grada rejuvenecida e ilusionada. Es vital de cara al futuro en un equipo tan acostumbrado a repetir cíclicamente sus errores.

Dos semanas antes, para la visita del Mérida, el club lanzó un magnífico vídeo por redes sociales en el que reivindicaba lo bonito que es un día en Murcia cuando juega el Murcia durante la Feria de Murcia. Nos lo cuenta José Antonio Paredes, histórico murcianista, mientras pasea por las calles de la ciudad de la mano de su hija, antes de ir al fútbol, en un paseo que discurre por muchos lugares (el río, Belluga, Trapería) pero también por el tiempo; un viaje nostálgico sin duda a los años en los que José Antonio daba esos paseos con su padre. El vídeo, de poco más de un minuto, es tan completo que, como en las buenas películas, tiene un giro complejo hacia la mitad, un zarpazo de tristeza, o quizá de película de terror. De repente, en su día perfecto por Murcia y su pasado, José Antonio tiene que enseñarle a su hija La Condomina y no puede hacerlo de frente. Todo lo bueno y esperanzador del día, la luz, la juventud, la sensación de que estamos más cerca de volver a ver al mejor Murcia de la historia, queda marcada por la tristeza de ese plano en el que Paredes muestra a su hija La Condomina de refilón. Nuestro lugar en el mundo está ocupado, como una patada más de la ciudad a su patrimonio histórico. A su memoria. Hemos conseguido tener futuro, que el escudo sobreviva, pero nos queda esa herida del pasado, una herida enorme en mitad de la ciudad. Cómo sería poder pasear por nuestro pasado sin agachar la cabeza, sin rodeos, sin tener que mirarlo de refilón por un lateral. Fue al ver esa imagen cuando me acordé de aquel día después de Reyes, de la rotura del ligamento lateral externo en el Colegio María Maroto, en un córner al segundo palo antes de los exámenes de febrero de una carrera que no me gustaba. Cuando me acordé de ‘Un lugar en el mundo’ tumbado en el sofá. Todo estaba allí: la justicia frente a los atropellos del poder, la dignidad frente al interés económico, la lucha con sentido incluso cuando está todo perdido. Todo está en Juanjo: los mejores años, los peores, su gesto emocionado en una Condomina que no es la suya. Es el Murcia. Y quizá lo único importante ahora mismo sea encontrar por fin nuestro lugar en el mundo.



Real Murcia: Gazzaniga, David Vicente, Alberto González, Saveljich, Cadete; Yriarte (Boateng, 55'; Larrea, 69'), Moha; Pedro León, Juan Carlos Real (Ben Knight, 69'), Carlos Rojas (Toral, 55'); y Alcaina (Carrillo, 62').

La ilusión


Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 0 ; Yeclano Deportivo, 1

Me lo dijo Ramón Carreño durante una conversación de tanatorio, en ese contexto tan distinto a todo. Dentro de la sala, en un momento con poca gente y cierta calma. Me lo dijo Ramón Carreño, uno de esos tipos que siempre dice algo cuando habla y de los que uno siempre aprende cuando dice algo. Hablábamos, por algún motivo, de la casa de la playa que se han comprado su hijo y su nuera, amigos nuestros, padrinos de Martín. Que si las habitaciones y las vistas, que si la ubicación, que si el fresco, quizá también que si los sofás o algo de eso; hablábamos de ese tipo de cosas normales de las que se habla en una situación así cuando, de repente, don Ramón se paró un momento y me lo dijo: “Lo más importante es que están ilusionados, Alejandro”. Y también me contó entonces, en apenas dos minutos, su pequeña gran historia de ilusión y desilusión, pero mientras lo escuchaba yo no dejaba de pensar en cómo podía tener tantísima razón ese señor: da igual que sea una casa, un trabajo, el compañero nuevo o la vecina de enfrente. Da igual que sea el gimnasio, los bolos huertanos, una caminata al atardecer, Pasapalabra o un puñado de nueces de macadamia. Lo más importante es la ilusión. Así me lo dijo. En ese contexto tan distinto a todo. Se hizo entonces un silencio breve, mientras veíamos cómo la sala empezaba a llenarse. “Eso es lo más importante, Alejandro”, repitió. Después, miró una vez más a la zona donde se encontraba el féretro y se despidió de mí dándome la mano. 

“Quedan 32 horas para que juegue el Murcia, Olivica”, me dijo Martín justo cuando quedaban 32 horas para que jugara el Murcia, claro. Su largo y feliz verano de niño ya ha pasado a ser, además de un verano, la espera de algo. De ver jugar a su equipo. Es algo extraordinario, arrollador. ¿Existirá algo más poderoso en el mundo que la ilusión de los 11 años? Seis años después, con la misma emoción (y más lágrimas) he vuelto a leer este verano ‘Quedará la ilusión’, el libro que recoge las cartas que se enviaron a diario Galder Reguera y Carlos Marañón durante el Mundial de Rusia 2018. Con el precioso pretexto de reflejar por escrito el primer mundial que iban a disfrutar con sus hijos mayores, Reguera y Marañón crean una joya en la que enfrentan la ilusión de los pequeños, y su propia ilusión mundialista recuperada puntualmente cada cuatro años, con la responsabilidad de la paternidad, las dudas para afrontar la segunda parte de la vida, los puñetazos de realidad cuando todo empieza a complicarse. Es un partido disputado, a tumba abierta, con muchas variaciones en el marcador, lleno de goles, claro –“me pasaría la vida viendo goles”, dice mi amigo Carletto— y que sólo podía terminar en empate. La ilusión sale al rescate de todo lo que vamos perdiendo por el camino; siempre bien alimentada por el recuerdo de las camisetas más bonitas, los himnos, los goles, las banderas, la nostalgia, las pequeñas historias detrás de cada país. Da igual que ya no podamos ver todos los partidos, porque el fútbol a cierta edad se parece más a la amistad que al propio fútbol. Al menos ese fútbol que, aunque no sea tan poderoso como la ilusión de los 11 años, nos permite viajar en el tiempo para volver a sentirla temporada tras temporada. 

Pero el rival histórico de la ilusión no es la desilusión, sino la realidad. Al menos en el Murcia. Y justo 32 horas después de que Martín me anunciara que jugábamos, la realidad empezó a golpear. En Nueva Condomina, el ilusionante Murcia, que recibía al Yeclano ante más de 15.000 personas, arrancó valiente y bien colocado, con muy buena pinta, pero toda nuestra ilusión la estrelló en el larguero Juan Carlos Real al cuarto de hora. La realidad suele ser así, un tiro al palo, como mucho. La realidad es un equipo enfrente bien trabajado, casi siempre correoso, que te conoce y no te deja jugar. La realidad es también un dueño que ha salvado al Murcia –agradecimiento eterno a don Felipe— pero que, de momento, tiene una idea de negocio –y se ha ganado el derecho a tenerla— muy alejada del sueño murcianista de construir un equipo con cimientos y alma, reconocible, un equipo fuerte a largo plazo, que no suba categorías por subirlas, sino para quedarse. El equipo que nunca hemos sido. Y la realidad es, además, tristemente, esa parte de la afición impaciente y nerviosa que alimenta ese fútbol cortoplacista y que, desde el primer partido, recién terminado agosto con 17 fichajes, ya exige refuerzos en invierno (¡!). La realidad, en la ciudad de Murcia, es un bloque sólido, sin apenas fisuras para la ilusión. Lo sorprendente es que siempre encontremos una grieta para seguir ilusionados, que nunca hayamos dejado de hacerlo. Es un partido que todos los veranos terminamos ganando, el de volver a ilusionarnos con que algún día ese balón al larguero botará dentro. Con que algún día el dueño piense que el mejor negocio posible consista en armar un equipo con alma; con que algún día –y para esto la verdad es que hay que pincharse ilusión en vena— la mayoría de la afición tenga la paciencia necesaria para dejar construir ese equipo. Volvimos a salir decepcionados del estadio el domingo, el desengaño ya es una costumbre endémica en Nueva Condomina. ¿Pero cómo todos esos chavales, de 9, 13, 17, 22 años, pueden seguir ilusionados después de tantísimas hostias en casa? En su recuerdo sólo puede haber un par de alegrías mayores entre una treintena de trompazos serios. La respuesta, sin duda, también me la dio Ramón Carreño en aquella conversación de tanatorio, en ese contexto tan distinto a todo. No hay nada más importante en la vida. No existe nada más poderoso que la ilusión de los 11 años y la magia del fútbol para viajar en el tiempo y volver a sentirla temporada tras temporada. Creo que, en cuanto termine de escribir esto, voy a preguntarle a Martín cuánto queda exactamente para que vuelva a jugar el Murcia.

Real Murcia: Gazzaniga; David Vicente, Antxón Jaso, Andrés López, Cadete; Yriarte, Larrea (Ben Knight, 45'); Pedro León (Rojas, 62'), Juan Carlos Real (Cadorini, 76'), Loren Burón (Palmberg, 76'); Carrillo (Pedro Benito, 62').

Trabajo


Oliva B (@beandtuit)
Antequera CF, 0 ; Real Murcia, 2

A principios del año pasado, poco después de Navidad, empecé a echar de menos al señor que se ocupa de estar en la puerta de acceso del club donde entrena Martín. Podría haberlo llamado portero, pero creo que esa palabra se queda cortísima, esa palabra es casi injusta con el trabajo que realiza Ángel allí. Ángel siempre está en la puerta, claro, es su trabajo, y siempre con buena disposición, amable y serio a la vez, tratando a cada uno conforme hay que tratarlo: al nuevo como hay que tratar al nuevo y, al de toda la vida, como hay que tratar al de toda la vida; al niño como a un niño y al tontolpijo como a un tontolpijo. Eso es tener oficio. Pero, además, por si fuera poco (y no es poco: cualquier tarde, entre semana, el club es un continuo entrar y salir de gente), Ángel domina toda la zona de entrada y algo más allá, asume cualquier incidente que pueda ocurrir en su área de influencia, cualquier necesidad, atentísimo. No descarto haberlo visto en dos sitios diferentes a la vez, sí, sí, es uno de esos, uno de esos tipos (ya sabéis, todos conocemos a alguien así) que desafía varias leyes del espacio y el tiempo: tú estás en la terraza y lo ves alejarse hacia la derecha con prisa; pero a continuación miras a tu izquierda y está en el control de accesos, junto a su garita, inalterable. Se divide, cuando hace falta. Sin estorbar jamás, se deja ver mucho, porque Ángel es un señor de buena planta, alto, uno de esos altos para su generación, la que ya ha cumplido los 60, un tiarrón incluso guapo, vamos a decirlo ya, bastante guapo, atractivo, de ojos claros y aspecto de galán, con algo de un Arturo Fernández de El Palmar y mucho de secundario brillante del cine británico. Siempre con su camiseta amarilla del club, ya sea febrero o agosto, Ángel se hace grande en su zona de trabajo y, por eso mismo, cuando empezó a faltar, a principios del año pasado, lo echamos de menos casi al instante. Aunque también ayudó que, bien pronto, vino a sustituirlo un empleado de una empresa de seguridad que hizo más notable su ausencia. Un hombre voluntarioso, que siempre estaba ahí, todo hay que decirlo: el señor estaba en la puerta siempre, jamás dejó de estarlo. Pero qué mal lo hacía. Tras un par de semanas de tregua, un tiempo prudencial para ver si era cuestión de adaptación, Martín y yo terminamos por rajar de él sin misericordia: el sustituto era un desastre. Mirada despistada, aire aún más perdido, torpe al preguntar, horroroso de memoria y falto de criterio, el mayor de sus problemas era sin duda que parecía empeorar con el tiempo. A los dos meses estábamos absolutamente rotos por la baja de Ángel, nos empezó a dar incluso algo de pereza el proceso de entrar en el club, de tener que aguantar al sustituto, sabiendo que no había día que hiciera algo mal. A veces ni miraba, estaba en la garita con la cabeza agachada: eran los días buenos, en los que pasábamos sigilosamente sin que hiciera ningún comentario. Pero pocos días cayó esa breva. El impecable “adelante, Martín” de Ángel se convirtió en una aventura cada tarde: unos días le preguntaba el nombre y lo apuntaba; otros, le preguntaba para no apuntarlo; unos días me lo preguntaba a mí; otros, lo que preguntaba era qué día venía, y no el nombre, pero no porque lo recordara: a la semana siguiente volvía a preguntarlo. Un auténtico patán, voluntarioso pero patán, que no hizo más que reforzar la enorme figura de Ángel. Qué difícil es encontrar a alguien como Ángel, en cualquier ámbito, qué alegría encontrar una pieza así en la vida, en una barra de bar (sobre todo), pero en cualquier sitio, en cada rincón de la vida es una bendición encontrar a alguien que hace las cosas bien. Hay quien sostiene que no hay gente incompetente, sino mal ubicada: que siempre hay un sitio correcto en el que una persona funcionaría bien. Pero, sin estar en desacuerdo, creo que la norma no funciona al revés: que la gente competente lo sigue siendo en cualquier lugar donde los sitúes. Que Ángel sería un neurocirujano estupendo si la vida lo hubiera puesto allí; que sería capaz de escribir una crónica más decente y seria que ésta a poco que se lo propusiera. Una tarde preciosa de primavera, una de esas brillantes en las que parece imposible que vaya a oscurecer, al acercarnos al club en el coche vimos a lo lejos la figura apuesta de Ángel en la puerta, en su sitio, con su camiseta amarilla, como si siempre hubiera estado allí, y el alegrón en el interior del coche fue el del gol inesperado en el minuto 2. Cinco meses había estado de baja, me dijo luego, la espalda, que no me deja vivir. Se ve que el tío, encima, llevaba meses currando con un dolor infernal. “Ni te imaginas lo que nos alegramos de que estés mejor, Ángel”, le dije, pero mientras me lo agradecía ya estaba entornando los ojos, como si se oliera un problema en el horizonte.

El Murcia ganó en Antequera un partido más y se empeña en que vivamos con ilusión hasta el final, en cumplir con ese objetivo, quizá el más ambicioso para cualquier hincha: el de llegar ilusionado al último partido. Intentar analizar desde la lógica esta extraña temporada, que algunos daban por finiquitada hace tres meses, resulta complicado, quizá tan complicado como este extraño deporte. Pero hay factores que sí tienen lógica, que sí tienen explicación y resultan casi indiscutibles: estamos ahí, llegamos vivos a la tarde del 18 de mayo, porque José Miguel Ruiz del Amo José Ruiz forma parte de esta plantilla. La extraña temporada debía tener un protagonista extraño: un tipo que recibió críticas e insultos en sus dos etapas anteriores en el Murcia por parte de esa gente que se cree que el fútbol consiste en tocar el balón como Toni Kroos. Insultos y críticas por ser de profesión lateral sobrio. Un protagonista extraño, que al volver a Murcia fue recibido casi con mofa, entre tanto fichaje galáctico para la categoría. Un tipo diferente, como de otra época, sin redes sociales, ni muchos tatuajes (quizá ninguno), ni gorras, ni grandes auriculares. Un futbolista que no quiere llamar la atención ni por su nombre. Un tipo que sólo salta al campo a hacer bien su trabajo, a dominar su área de influencia, que afortunadamente lo abarca todo, a controlar todo lo futbolístico y lo no futbolístico, a desempeñar el oficio de futbolista al máximo nivel profesional. Nunca me ha gustado individualizar en este deporte tan colectivo, odio ese paripé del balón de oro y detesto el clásico titular Fulanito hace líder al Manzanares sólo porque Fulanito es el que empuja a la red el 1-0. Pero parece evidente que todo lo bueno que ha ocurrido y puede ocurrir en el Murcia 24/25 se lo debemos a José Ruiz. También a Alberto González, claro, y a esa línea de hormigón armado que forman los dos junto a Víctor y a Marc; y a Manu, soberbio; y a Tomás y a Isi y a Sabit y a Dani, por supuesto, todos vitales en la reacción que ha construido Pablo Alfaro, pero estoy seguro de que ellos coincidirán conmigo en que esto no hubiera sido posible sin José en esta plantilla. Sin José dentro del campo. En la segunda vuelta sólo ha habido un partido en el que desde el inicio ni siquiera competimos. Fue en Linares. En la segunda vuelta José sólo se ha perdido ese partido. Qué fácil era dejarse ir esta temporada, pero qué difícil debe ser dejarse ir cuando ves a Ruiz a tu lado. Y él no sólo siguió, creyó, compitió y contagió, ojo. El fútbol es un deporte tan extraño que en esta segunda vuelta José Ruiz está tocando muchos balones como Toni Kroos, para mayor desconcierto de los que se creen que el fútbol consiste en tocar el balón como Toni Kroos. Ha sido ahora, al llegar esta semana al entrenamiento de Martín y ver a Ángel, cuando he recordado la importancia del trabajador, esa especie casi en extinción. Del trabajador a secas, sin adjetivos. Me he acordado del currante, tantas veces menospreciado frente al talentoso, cuando quizá el mayor talento sea el de trabajar bien un oficio. Qué difícil es encontrar a un José Ruiz. O a un Ángel, que justo acaba de pasar por detrás de mí mientras termino esta crónica. E iba a preguntarle por cómo lleva la espalda este año, pero te juro que cuando he vuelto a mirar ya estaba junto a la garita, con su camiseta amarilla, mirando el horizonte. 


Real Murcia: Manu García; José Ruiz, Rofino, Alberto González (Andrés López, 87'), Marc Baró; Tomás Pina (Sabit, 63'), Larrea, Svidersky; Loren Burón (Carrillo, 87'), Amin (Alex Rubio, 78') y Dani Vega (Carrión, 63').
0-1: Marc Baró, de penalti bien defendido por José Ruiz.

Pepe



Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 1 ; AD Ceuta FC, 0

1. Tu primera palabra fue Pepe, o una de las primeras, junto a pan, gol y mamá, quién sabe, estuvo reñido. Pero Pepe sin duda era la que sonaba más fuerte, con más gracia. Tu primera palabra fue Pepe y quizá por eso nunca lo llamaste abuelo: Pepe fue siempre Pepe. Y no fue casual que Pepe fuera tu primera palabra, porque Pepe siempre estaba ahí, desde el día en que llegaste, desde primera hora en el hospital esperando para verte, sin moverse apenas de aquella oscura sala de espera. Y desde aquel día todos, de una u otra manera. En tus primeros paseos, acompañando siempre a tu madre, en tus primeras aventuras en el parque, o simplemente a tu lado, viéndote, con esa pasión que, cuando se vive en silencio, parece más auténtica. Siempre a tu lado, viéndote crecer. Tus primeros veranos, tus primeros baños, con el cubo y la pala en la orilla del Mar Menor. Aprendiste a montar en bicicleta casi sin esfuerzo, sin destrozarme el lomo como otros padres; él te enseñó poco a poco y sin caídas, con esa maestría suya para las pequeñas grandes cosas de la vida; con ese saber cotidiano para aparcar el coche en la sombra o disfrutar de la fruta del tiempo. Le gustaba sacar las sillas a la puerta en las noches de verano. Y las patatas asadas con un buen cuenco de ajo que, cuando tú lo buscabas en la mesa para echarte un poco, siempre estaba junto al plato de Pepe. Traerte los churros del Alborada justo cuando despertabas, que no se enfríen; cortarte el melón a tu gusto, sin la parte de arriba. Y una porción de pizza en Las Velas viendo contigo atentamente un Valladolid-Celta, por ejemplo. Un plato de gambas de la Tere, o dos, un poco de vino en la gaseosa fría. Vuestra sonrisa durante una mirada cómplice y vuestra mirada durante una sonrisa cómplice. Esas fabes con almejas que pudo probar a tu lado frente a una playa de Luanco. Un café solo, ardiendo, con algo dulce para comer, en una sobremesa a 39 grados, viéndote jugar con cochecitos, o con la pelota, o con la raqueta. Viéndote jugar. Viéndote crecer. No hay nada más. No hay nada menos. 

2. Pepe fue un fijo de aquella gloriosa Condomina de los 80 y de aquella no tan buena de principios de los 90. Me lo imagino en ese ambiente festivo con el que hay que ir al fútbol, con su hijo, su primo Sebas y Paco, aquellas tardes de domingo de fútbol a las 5 que terminaban con una cena en familia por el centro en el camino de vuelta a casa. Sólo después de sufrir el golpe más brutal que puede sufrir un padre en la vida, ese dolor que no tiene consuelo, ni cura, ni olvido, dejó de ir al fútbol. Después, ya sabes, quiso el azar que Pepe tuviera un yerno murcianista. Y entonces yo pude conocer uno de esos murcianismos en la distancia que jamás deja de serlo, uno de esos que nos ha permitido seguir siendo 100.000 cuando nos creíamos 3.000. Y más tarde, eso lo sabes aún mejor, tuvo la fortuna de tener un nieto murcianista. Entonces esa llama del murcianismo, nunca apagada, se avivó aún más. Le gustaba que fueras al Murcia. Que fueras del Murcia. Le gustaba hablar contigo del Murcia. ¿Cómo ha quedado el Murcia, Martinico? ¿Y cómo ha jugado? Esa será una de esas cosas que irás echando de menos desde ya. Ahora con un dolor extraño, entre la rabia y la tristeza. Quizá después lo hagas con una sonrisa. La vida es ese jodido vaso que un día verás vacío y otro lleno. Y los motivos para verlo vacío y para verlo lleno son los mismos: todo aquello que merece la pena. Cuanto más merece la pena, más dolerá. Pero cuanto más duela, más merecerá la pena. Jodido vaso. Puta vida.

3. Tu abuelo no era un superhéroe, Martín, ni un héroe, pero tenía superpoderes. Una maldita alteración genética que sufren una treintena de familias murcianas le dio un día el golpe más brutal que puede sufrir un padre en la vida, ese que no tiene consuelo, ni cura, ni olvido. Yo no soy capaz de comprender un dolor así, no soy capaz ni de imaginarlo. Ni de cómo será despertar cada día con un dolor así. Pero Pepe salió adelante. Jamás le escuché una queja, ni un lamento, ni un recuerdo doloroso. Pepe se tragó el dolor y siguió adelante. Con una actitud asombrosamente vital, dispuesto a hacer la vida mejor a todos sus seres queridos. El jodido vaso, el puto vaso, incluso cuando está prácticamente vacío, hay que verlo siempre medio lleno. Jamás le vi síntomas de apatía, o de desgana, al contrario; creo que fue un ejemplo de coraje, de interés, de disfrutar de las pequeñas cosas, de ganas de vivir. Frente a la tentación de que las cosas no importan, de que nada importa, dio una lección de vivir justo al contrario: todo importa. Cada pequeño detalle. El coche en la sombra, la fruta del tiempo, el cuenco de ajo, los churros calientes. Siguió adelante y lo hizo siempre dispuesto, ofreciéndose para todo a sus hermanas, a sus sobrinos, a sus amigos, a sus vecinos, que así lo recuerdan y lo recordarán. Una cabeza privilegiada, despierta, viva, atenta a todo y a todos hasta el último momento. Frente al dolor, un torbellino de vida. Frente a la pérdida, el amor a la vida, a los que se quedaban aquí. El amor a su hija por encima de todo. Ese es su legado. Sus superpoderes.

4. El Murcia ganó el domingo al Ceuta en un partido muy serio, que vino a confirmar, como venimos sospechando desde hace décadas, que este juego no tiene ningún sentido: sólo un mes después de tocar fondo frente al filial del Granada, el trabajo y los buenos resultados nos han convertido en un equipo brutalmente sólido y competitivo. En una temporada que ya se había calificado de horrible, en la que parte de la afición ha renegado del equipo con el tradicional odio de esta tierra, volvemos a llegar vivos al mes de mayo. Volvemos a estar ilusionados en primavera. No vieron el vaso medio lleno, está claro; no saben verlo. El Murcia ganó al Ceuta ante más de 18.000 personas, rompiendo así esa maldición que nos atormentaba en Nueva Condomina cuando el estadio supera la media entrada. Y en el abrazo cuando pitó el árbitro el final, en esa alegría, creo que los dos sentimos la punzada de ya no poder contarlo a tu abuelo. Cuanto más merece la pena, más dolerá, ya sabes. Pero cuanto más duela, más merecerá la pena. ¿Y cómo ha jugado el Murcia, Martinico? De alguna manera seguirás contándoselo, y lo harás con esa sonrisa vuestra durante una mirada cómplice. Eso es el Murcia, en el fondo, y por eso que gane o que pierda nunca será tan importante como todo lo que nos hace sentir. Eso es el Murcia, una de esas pequeñas grandes cosas que importan, como ese cuenco de ajo para las patatas asadas que, cuando lo busques en la mesa para echarte un poco, siempre estará junto al plato de Pepe. 


Real Murcia: Gianni; José Ruiz, Alberto González, Rofino, Marc Baró; Tomás Pina (Sabit, 78'), Larrea, Isi Gómez; Loren Burón (Pedro León, 68'), Carrillo (Amin, 68'), Dani Vega (Carrión, 77').
Gol: Marc Baró, 23'

El rival

 

Oliva B (@beandtuit)
Real Murcia, 1 ; Club Recreativo Granada, 0

¿Qué sentido tiene un España-Colombia en un estadio semivacío de Londres en el que España parece Colombia y Colombia no parece Colombia? ¿Qué sentido tiene un partido de Primera Federación a las 8 de la tarde de un domingo? ¿Qué sentido tiene una final de Copa que empieza a una hora en la que un niño de 6 años tendría que estar durmiendo y terminará a una hora en la que es posible que su padre se haya dormido? Nada de eso tendría sentido en una tierra civilizada, pero en cambio todo encaja a la perfección en un país que ha permitido que Mortadelo y Filemón gestionen su fútbol durante más de cinco años. ¿Por qué seguimos yendo un domingo a las 8 a ver un partido de Primera Federación? ¿Por qué ningún mallorquinista ni athleticzale se va a quedar dormido viendo la final de Copa? Pues cada vez cuesta más explicarlo, pero quizá para eso exista Welcome to Wrexham (perdón por la insistencia), esa serie documental en la que unos americanos se adentran en una ciudad europea para revelar al mundo, y a todo aquel que alguna vez se haya atrevido a ridiculizar el fútbol, que el vínculo entre un pueblo y su equipo de fútbol es una de las pasiones más auténticas y fascinantes que podamos encontrar en el mundo actual. En el último capítulo de la segunda temporada, en el clímax de la temporada (futbolística), la serie se centra sorprendentemente en el antagonista del Wrexham, el Notts County, acaso para rendir un homenaje al que suele ser el gran olvidado, si no despreciado, del mundo del deporte: el rival. En el día más grande, el que puede suponer 15 años después el regreso del Wrexham al fútbol profesional, la serie pone el foco en el rival, en la grandeza del rival, en la dignidad del otro, esencial en la naturaleza del deporte: ningún triunfo es absoluto, siempre estará marcado por el nivel del rival. El destino no está en nuestras manos, ni en nuestro trabajo, por mucha matraca ideológica que llevemos encima, está en nuestras manos y en nuestro trabajo pero condicionado por la fuerza del rival y del contexto. Es algo tan evidente como olvidado: siempre habrá alguien enfrente que intentará ganarte; que uno dé lo mejor jamás le garantizará la victoria y, tal vez por eso, perder y fracasar son dos cosas completamente distintas. No todo está en nuestras manos, ni tampoco todo es Welcome to Wrexham, afortunadamente. En el Informe Plus que analiza la brillante carrera de Feliciano López, la pregunta que sobrevuela todo el programa se lanza por fin hacia el final del Informe: ¿Qué le faltó a Feli para ganar más, para conseguir más cosas? Voces autorizadas, y que lo conocen bien, incluido el propio López, dan su versión, buscan una explicación: apuntan, entre dudas, a la falta de ambición, sobre todo en su juventud, quién sabe. Pero es Carlos Moyá finalmente el que, con ese aire sencillo del que dice cosas importantes sin querer darse importancia, se acerca más a la verdad del deporte: “Habitualmente ha perdido con jugadores que eran mejores que él”. A Feli le ha faltado, dice Moyá, lo que le falta a todo el mundo que no llega. “El rival juega también”.

El Murcia recibía (a las 8 de la tarde de un Domingo de Resurrección) al Recreativo Granada, el último, el colista con diferencia, el rival ideal para conseguir el triunfo. Al peor equipo del grupo, y de largo, según los números. Sin embargo, casi desde el primer momento, comprobamos que no era así: el Murcia es peor equipo, mucho peor, el Murcia fue incuestionablemente peor equipo. Ni el Jorge Valdano más inspirado podría convencernos de lo contrario; ni Álvaro Benito entusiasmado con una pizarra delante, nada; ni siquiera Pablo Alfaro en rueda de prensa, en su mejor día, aún más iluminado que de costumbre, elocuente y poderoso con la palabra, podría convencernos de que somos mejores que el Granada b este. El partido más cómodo se convirtió, de repente, en una nueva lección de humildad. Fue además un partido que todo murcianista con algo de memoria ya ha visto muchas veces; cualquier hincha del Murcia de cierta edad puede recordar una y otra vez al Murcia perdiendo contra un colista o un pequeño, perdiendo contra un equipo peor; es algo que ha sucedido en todas las categorías. Fue un partido para recordarnos la esencia del deporte: que al rival se le respeta siempre, no sólo al poderoso Notts County, sino incluso al más pequeño, al más malo, al más desahuciado. ¿Cómo no respetar a todos en un juego en el que te puede ganar el peor? El filial del Granada representó a la perfección la dignidad del deporte, frente a la de un equipo y una ciudad que no sólo no suele respetar al rival, no sólo lo ignora a veces, sino que tiende a despreciarlo. Aquí se habla de ganar en Linares o en Sanlúcar como si estuviera en nuestra mano, como si el destino estuviera en nuestras manos, pero no es así; uno puede proponerse tomarse diez cervezas esta noche y tomarse doce, pero uno no puede proponerse ganar en Sanlúcar y hacerlo. Es algo tan evidente como olvidado. Fue el partido de siempre, es la historia de siempre en este club. Subimos humildes de Segunda Federación y ya en Primera sólo nos valía ser primeros (!), sin tener en cuenta la categoría de los rivales. Y así lo encajó el entorno murcianista, decepcionado por un extraordinario sexto puesto. Y así destrozó aquel formidable equipo, para ser primero (!!) reuniendo un montón de figuritas, sin tener en cuenta de nuevo el nivel de los rivales de esta categoría (según confesó el propio director deportivo del equipo). La historia del Murcia es la historia de un equipo que se estrella contra su absurda soberbia; la historia de una estúpida sonrisa que se burla de rivales que no son peores. La historia de un equipo que se empeña en ganar sin haber ganado nunca. Marcó Carrillo en el 90 y el abrazo con Martín dio sentido a un partido de Primera Federación a las 8 de la tarde. “Por fin nos ha pasado”, me dijo feliz, en referencia a eso de ganar en casa en el último minuto, y quizá también a eso de ganar injustamente en el último minuto. Y me quedé con esa ilusión que aún tenemos, un Domingo de Resurrección a las 10 de la noche, a pesar de ser el peor equipo del grupo. Esa ilusión de que cualquier equipo es respetable, incluso este Murcia; la ilusión de que cualquier mal equipo que agarra tres o cuatro victorias injustas puede empezar a ser un equipo mejor. Me quedé con esa ilusión, sí. Pero también con la esperanza de que quizá algún día las nuevas generaciones tengan el valor de enfrentarse a nuestro máximo enemigo, que no rival, ese que aparece arrogante cada vez que nos asomamos al espejo.

Real Murcia: Manu García; José Ruiz, Alberto González, Marcos Mauro, Marc Baró (Carrión, 90'); Larrea, Sabit, Isi Gómez (Tomás Pina 46'); Pedro León (Enol Coto, 58'), Amin (Carrillo, 65') y Dani Vega.

Abrazos: Uno gordo en el 91 propiciado por Carrillo (ni Álvaro Benito entusiasmado con una pizarra delante podría explicar por qué estuvo 65 minutos sin jugar)