Lo primero siempre es el juego. El instinto, las ganas de correr, de reír, de pegarle a una pelota o a lo que sea. Lo espontáneo en cualquier ser humano. Anterior a cualquier cultura, dicen. El juego siempre es lo primero. Cuando Martín tenía 4 o 5 años, empezamos a bajar a las plazas del barrio con un balón a pegar unos tiros, a regatearnos, a jugar partidillos, centros, de todo. Nos vestíamos de futbolistas, por supuesto, aunque a veces fuera poco más de media hora y en condiciones precarias (el único espacio verde del barrio sigue okupado, o ucampado, en este caso). Un día de esos, cuando Martín era muy pequeño, en la plaza del Museo de Bellas Artes, que era nuestro estadio olímpico, el balón salió despedido hacia la calle Obispo Frutos con tanta fuerza que di por imposible rescatarlo antes de que llegara a la calzada. Confiaba en recuperarlo al otro lado de la calle pero, de repente, apareció por la izquierda un autobús a cierta velocidad y sin intención de frenar. Fue como en una película de esas en las que el tiempo se para y la acción se congela unos segundos a cámara lenta. Martín y yo. El balón y el autobús. El autobús y el balón. Destinados a encontrarse. El balón que se va frenando, como para llegar en el momento justo. El autobús que no frena. El impacto perfecto, de lleno. ¡Zummm! Un golpe seco, casi silencioso, como el atropello de un animal al que no le da tiempo ni a gritar. Entonces padre e hijo nos miramos, sólo un instante, mientras el bus se alejaba del lugar del crimen. Y Martín rompió a llorar, claro. Desolado, rotísimo, como si, de hecho, fuera un ser vivo el que hubiera fallecido atropellado. “No era un gran balón, Tino”, le dije, intentando consolarlo, aunque en realidad sí lo era: era uno de esos balones baratos pero divinos para jugar con un niño de 5 años. “No es tu balón de La Liga”, quise seguir razonando, “tú no te preocupes, tenemos muchos balones para jugar, podemos comprar más, no llores por esto, hombre”. Pero me equivocaba. No le preocupaba el balón, no era la pérdida material, no lloraba por eso. “Pero ahora cómo vamos a jugar”, me dijo por fin, aún con lágrimas en los ojos. Entonces sonreí aliviado: al tío sólo le preocupaba seguir jugando en ese momento. Sólo lloraba por si el accidente implicaba el final del partido. Lloraba por dejar de jugar. Todavía algo afligidos, subimos a casa rápido a coger otro balón, tal vez el de La Liga, y a los tres minutos el partidillo se había reanudado con la misma ilusión de siempre. Ojalá pudiera volver a jugarlo una y otra vez.
Después del juego viene todo lo demás. Y lo que seguirá viniendo. El espectáculo, los fichajes, los jugadores, las camisetas. El calendario, las ligas, la Champions, los títulos, los ascensos y los descensos. El ambiente, las gradas, los colores. Todo lo que no es juego. El dinero, las apuestas. Los cromos, los videojuegos. Ganar, empatar y perder, sobre todo, y el miedo a perder. La defensa de cinco, el doble pivote, el falso nueve. La preparación física, el scouting ese, la tecnificación, la IA, imagino. Las crónicas, los podcast, los vídeos, el tiktok. Y antes de todo eso, también, la pillería. Quizá vino pronto, quizá fue lo siguiente al juego. La pillería propia del juego y la que nada tiene que ver con el juego. El engaño, la caída, el grito, la lesión fingida, el tiempo de partido sin juego. El meter el culo al rival y caerse. Y otro gritito. Y las asistencias médicas. No, espera, que está bien. Y el volver a caerse. Otro minuto. El fútbol sin juego. El otro fútbol, lo llaman. Todo lo que hemos ido aprendiendo para intentar ganar partidos más allá del juego. Todo eso que, después de más de 160 años de fútbol, alcanza hoy unos niveles de excelencia que amenazan al propio juego. Ahora el viejo y falso debate entre jugar bien o ganar se ha simplificado aún más: ahora se trata de jugar (bien o mal) o de ganar sin (apenas) jugar. De intentar jugar al fútbol o al engaño. Llevado al extremo, nos encontramos ante ese dilema que a todos se nos ha planteado alguna vez cuando el otro equipo se retrasa y parece que no llega: ¿Qué prefieres, ganar el partido por incomparecencia del rival o jugar? ¿Qué prefieres, jugar o ganar? No he conocido a ningún niño que elija ganar y qué pocos adultos elegirían jugar.
El Murcia recibía el domingo al Marbella en Nueva Condomina y, contra todo pronóstico después de los titubeos de los últimos partidos en casa, desplegó su mejor juego. De largo. No fue por casualidad, ni por arte de magia, sino por la insistencia de Fran Fernández en llenar el centro del campo de futbolistas a los que les gusta jugar. Es fijo Juan Carlos Real, un jugadorazo del que ya sabíamos casi todo, y se está haciendo el hueco Joâo Pedro Palmberg, un chaval al que sólo hay que ver cómo recibe el balón para saber que lo quiere, que se lleva bien con él. Al que sólo hay que ver su zancada para saber que hay futbolista. Pero sobre todo, y por encima de todos, el Murcia de este año promete ser un equipo jugón por Moha Moukhliss, un centrocampista de esos que salta al césped a jugar al fútbol, a jugar en ese sentido primitivo del juego. Un auténtico lujo, no ya para Primera Federación, sino para el fútbol actual. Una maravilla de futbolista que disfruta del juego los 90 minutos, como el niño que baja a la plaza y no quiere dejar de jugar. El domingo volvió a dirigir al equipo con maestría, y con la dificultad añadida de tener enfrente a un equipo que no quería jugar. El Marbella lo hizo bien, a pesar de no querer jugar, lo hizo todo dentro de la legalidad, en ese límite entre el engaño y la tomadura de pelo ya tan integrado en el fútbol que los árbitros terminan por aceptar. El otro fútbol, lo llaman. Ya está en todas partes, ya no es cuestión de categorías más bajas o países sudamericanos, ya se ha extendido a casi todo el planeta y a todas las categorías. Aunque alguno sólo se indigna cuando se enfrenta a Bordalás, la deriva ya alcanza a todos los equipos, en mayor o menor medida. Hasta al nuestro, hasta al tuyo. Y, si no queremos quedarnos sin juego, en algún momento habrá que hacer algo para atajarlo. No sé qué, no sé cómo. No es cuestión de añadir 16 minutos de descuento, que terminan siendo más minutos de engaño y pillería. Pero algo. Educando de verdad en el fútbol base o interviniendo desde la International Board con esa tarjeta azul que no termina de llegar. No sé cómo, pero algo hay que intentar para que el fútbol recupere esa nobleza que tuvo en su origen, o al menos no la pierda por completo. Algo para que el juego vuelva a ser lo primero, antes de que ese autobús que viene a cierta velocidad por la izquierda destroce el último balón que tenemos en casa.